En el evangelio de hoy vemos al Señor que al enterarse de la ejecución de
Juan el Bautista decide desaparecer e irse a un sitio apartado. La gente sin
embargo se va a buscarlo, porque sigue esperando cosas de él, porque le
interesa lo que Jesús puede ofrecer. Y Jesús les da lo que ante todo esperaban,
porque siente lástima por ellos: cura los enfermos y después, en lugar de despedirlos,
él mismo los alimenta: multiplica para sus apóstoles y para ellos los panes y los
peces. Y todo eso –la curación de los enfermos, el dar de comer- sin hacer
ningún discurso, sin ninguna predicación. Y más de alguno podrá pensar: “¿Por
qué Jesús, en lugar de dedicarse a su misión, que es la de predicar, se dedica
a esas cosas estrictamente
materiales? Jesús vino al mundo a hablarnos de Dios, y resulta que hoy, en el
evangelio, en lugar de hacer eso se dedica a los enfermos y los cura pero sin
hablar del reino de Dios, y luego alimenta a la multitud, también sin predicar nada”.
El Señor ve lo que aquellas personas necesitan. Y el
hacer esto –el brindar lo más elemental- es ya para Jesús traer la salvación. Para
esas personas la salvación era eso: la curación, la comida, ¡la compasión! Hoy sucede
lo mismo. ¿Qué es la salvación de Dios para un padre de familia que no puede pagar
colegiaturas? La salvación será encontrar un mejor trabajo; y para un enfermo
que lleva días en cama, ¿qué será la salvación de Dios? Será la curación, o
será por lo menos el poder vivir su enfermedad en compañía y con un poco de
paz.
La salvación que Dios quiere para los hombres es que los
hombres puedan gozar plenamente de la vida, a cada paso, en cada circunstancia.
Y el primer paso para vivir la vida con un mínimo de dignidad es precisamente
éste: tener pan para comer, tener trabajo para seguir adelante, tener libertad
para expresarse y tener justicia para que esa dignidad sea verdadera; tener el
gozo de sentirse atendido y querido en el dolor y en la enfermedad... todo eso es,
que decimos en este país, the basics.
Justo por eso empieza por aquí la salvación de Dios. Y por eso Jesús comienza
por aquí su anuncio del Reino. Así, todo lo que sea luchar por estas cosas tan básicas,
todo lo que sea cooperar en su realización, será ya convertir la salvación en
realidad. Será, en definitiva, realizar la obra de Dios.
Desde luego que el reino de Dios no es sólo esto o no se reduce
a lo que se puede contener entre las manos. El reino de Dios es el anuncio y la
invitación a vivir la vida eterna. Pero ¡cuidado! Enfocarse sólo en la vida eterna
descuidando lo que hace falta para vivir con dignidad es un error. Esos “te encomiendo”
o “pido por ti” o esas “visitas a pobres” o esas mega-misiones que terminan en desfile
de modas y cantera de fotos para redes
sociales pero en las que no hay un compromiso serio; ese seguir de largo el camino
sin preocuparnos si ésa persona tiene, al menos, para comer ése día, no sólo no
sirven de nada, sino que son una burla y una falta de caridad. Y cuidadín también con creer que esa ayuda
material a los necesitados sólo vale cuando se realiza en nombre de Dios, o en nombre
de la Iglesia o alguna de sus instituciones[1]. Toda
acción en favor de los demás, aun cuando no lleve, ni de lejos, el nombre de Jesús
o la aprobación de la Iglesia, es valiosa a los ojos de Dios que cuida de todos
los hombres, aunque parezca que a veces no está presente.
Cuando damos de comer, cuando ayudamos a los demás,
imitamos al Señor. Así de fácil, así de sencillo. No se trata de una parábola. No
hay nada qué glosar. Nosotros no podremos hacer milagros, como él, pero sí podemos contribuir a mejorar la
situación de personas concretas: situación de pobreza humana o de pobreza
espiritual, o de las dos a la vez. Si lo hacemos así, al final de la vida –cuando
seamos examinados en el amor[2]- escucharemos
aquellas (entrañables y alegres) palabras: porque
tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber[3] ■
No hay comentarios:
Publicar un comentario