Hablar es una de las cosas más
maravillosas y de más profundo significado entre los seres humanos. Dirigirse
la palabra es abrirse a la comunicación con el tú humano, la construcción el del nosotros y comparecer delante de Dios, que es el Tú de los hombres, la Palabra hecha
carne[1].
Dirigir la palabra enriquece cuando la palabra es lo que debe ser: amor,
expresión de la propia intimidad, revelación y regalo de lo más profundo que
cada uno de nosotros somos. Cuando pronunciamos una palabra sin amor
envilecemos el don de la comunicación. En el mejor de los casos vendemos
información, otras veces pretendemos hacer valer nuestras opiniones, nuestros
intereses, o exhibirnos, llamar la atención. El abuso de la palabra encierra al
hombre en el egoísmo.
Vivimos en un mundo lleno de falsas
palabras, de palabras egoístas o interesadas, de palabras que no sirven ya para
la comunicación entre los hombres, sino para dominar. Una de las formas más
sutiles de dominar al hombre la constituye hoy publicidad, que se ha convertido
en prostitución, cuando debiera estar al servicio del hombre. Más aún, la publicidad
en muchos casos no duda en instrumentalizar los más nobles ideales del hombre
al servicio de un producto vulgar, es decir nos habla de amor, de paz, de
justicia, de amistad, pero ¡ay! casi siempre para vendernos algo…
Hoy en el evangelio encontramos la
palabra de Jesús, que es palabra de vida porque es palabra de amor. El Señor habla
siempre con amor, revela siempre el amor de Dios en cada una de sus palabras.
Su palabra es como una semilla, y quien la escucha y la acoge en su corazón
comienza una nueva vida y produce el ciento por uno; buena tierra. Pero no
todos escuchan la palabra de Dios con esa obediencia radical de la fe[2].
Hoy día corremos el riesgo de escuchar
la palabra de Jesús como una palabra de tantas, escuchándola superficialmente
como si fuera también una palabra interesada, y, por lo tanto, una palabra que
no nos interesa. Este domingo, el décimo quinto del tiempo ordinario es un buen
momento para detenernos y pensar que Jesús empeñó su vida entera en cada una de
sus palabras, e hizo de toda su vida una palabra elocuente en el silencio de la
cruz. La palabra de Dios pronunciada en el silencio de la cruz es una palabra
fecunda porque es palabra de vida. Lo escuchamos en la primera de las lecturas:
mi palabra no volverá a mí vacía, sino
que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo[3].
La Eucaristía dominical es como un campo
en el que Dios siembra para que demos fruto a lo largo de la semana; y también
como campo donde recogemos los frutos de lo que hemos vivido la semana
anterior. Mucha semilla ha caído en nuestro campo, pero ¿y los frutos? ■
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