La lectura de la Pasión del Señor éste
Domingo de Ramos nos presenta un cuadro dramático y terrible. Fuera de la
ciudad sagrada, a la vista de los muchos que pasaban por allí, colgado en una
cruz entre dos bandidos (guerrilleros nacionalistas, quizá), agoniza el mismo
que pocos días antes había sido recibido y aclamado triunfalmente como el
Rey-Mesías. Remata la escena un letrero en el que se daba noticia de la causa de
su condena: El rey de los judíos. Todos se ríen de él, ridiculizando las
palabras que había pronunciado cuando predicaba, tanto los que al escucharlo
recibieron su mensaje como acusación y denuncia de sus injusticias, como los
que lo debieron sentir como anuncio de liberación. Todos de acuerdo: los que
pasan por ahí, personas del pueblo que quizá lo había aclamado el domingo de
Ramos y que ya había perdido toda esperanza en él; los sumos sacerdotes que
habían vuelto a engañar al pueblo para que rechazara a Jesús y que ahora
celebraban lo que creían que era su triunfo, y hasta los que estaban
crucificados con él. Todos de acuerdo en que ése no es modo de salvar al mundo:
si el salvador no es capaz de salvarse a sí mismo..., ¿a quién podrá salvar? Todos
de acuerdo en que si Dios estuviera con él la suerte de aquel condenado no
sería la que estaban viendo. Si aquel despojo humano fuera de verdad el Hijo de
Dios, ¿qué clase de Padre sería ese Dios? Y, al final, parece que hasta el mismo
condenado les da la razón: ¡Eloi, eloi,
lema sabaktani, que significa Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?[1].
Acudimos al espectáculo de un Dios sin poder. A algunos les sonará
a blasfemia, pero eso es lo que, con ojos humanos, vemos en el crucificado. Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso,
decimos domingo a domingo después de la homilía, pero ¿en qué consiste su
poder? Ciertamente, el poder de Dios no es como el de los poderosos de la
tierra. No. Dios no cambia el curso de los acontecimientos que los hombres, en
el uso de su libertad, han decidido; no fuerza la libertad de los hombres, ni
siquiera para que seamos buenos.
Dios es amor, escribe san Juan[2].
Y ése, el amor, es su poder. Y de ese poder sí está llena la figura del
crucificado. Aquellos que lo veían entrando en Jerusalén y luego colgado del
madero no fueron capaces de descubrirlo: todos los que hablan al verlo en la
cruz pretenden que Dios anule lo que los hombres han hecho para que, demostrado
así su poder, puedan creer en Jesús; no comprendían que el amor fuera ya
salvación.
Veinte siglos después nos sucede lo
mismo: nos resulta difícil creer que el amor puede transformar el mundo. Sin
embargo, conocemos por experiencia la fuerza del amor: si se apodera de
nosotros nos cambia la vida, y cuando se hace norma de convivencia de un grupo,
transforma su forma de vivir. Entonces, si lo dejáramos organizar el mundo en
lugar de que siga estando en manos de la fuerza y del poder, ¿no cambiaría
nada? Buena pregunta para este domingo[3].
Como Jesús, hay que poner en riesgo la
vida. Y sin ventaja: Jesús tuvo que afrontar la muerte solo, como un simple
hombre. La confianza que él tenía en Dios no alivia ni el dolor de verse
rechazado por su pueblo y derrotado por sus enemigos ni la angustia ¡tan
humana! de enfrentarse a la muerte, sin embargo así y sólo así se manifestó el
poder del amor de Dios y ¡ay! sólo un pagano, supo verlo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios[4].
Entre tantos salvadores poderosos, entre tantas ofertas ¿no sería, digamos, inteligente, dar una oportunidad a este
Salvador? ■
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