Dichosos los que caminan en la voluntad
del Señor, acabamos de cantar en el salmo responsorial de hoy, y en el
evangelio seguimos escuchando el Sermón de la montaña. Es un domingo en que la
Palabra de Dios se puede llamar
claramente "moral", así como otros días es histórica o
"dogmática" sobre el misterio de salvación. El mensaje del Señor es serio y
exigente: pide que sus discípulos sean mejores que los letrados y los fariseos; nos pide que no nos contentemos
con lo que puedan ser las claves o
motivaciones del obrar en la sociedad en que vivimos. Los cristianos tenemos
un punto de referencia claro: la
enseñanza de Cristo, que nos ha transmitido la voluntad de Dios. Los judíos tenían también un
punto de referencia: la Alianza primera del Sinaí, que ahora queda cumplida, completada y
perfeccionada por Cristo. Si nuestra moral sólo se basara en referencias
sociales –que en el fondo son
modas ideológicas- el cristianismo no tendría sentido, y es aquí donde
precisamente se nota la pobreza de la moral o de la ética de nuestra sociedad, porque se contenta con lo
que gusta a uno, o a la mayoría, o
con un cierto consenso de la sociedad o la mera limitación de no hacer daño a otros... El criterio para los
cristianos es Cristo Jesús: su vida –que termina en la cruz- y su enseñanza
–que anima a amar incluso a quienes hacen daño[1].
El Señor, con su predicación, con su
día a día, no se contenta con el
mero "cumplimiento" exterior, por lo tanto, nosotros no nos podemos
contentar con el no matarás en sentido de descargar una pistola, hay otra
manera de matar a los demás con
nuestros juicios interiores, o con las palabras hirientes, o el odio, o el
desprecio, o el insulto, o la
actitud de rencor. Podemos matar la fama de otros, sin necesidad de sacar un
cuchillo. Si no matamos, pero anidamos odio dentro de nosotros, todo queda
manchado en nuestra conducta.
Y lo mismo pasa con el adulterio, que
no sólo sucede cuando de hecho rompemos las barreras, sino también cuando consentimos los deseos o nos
dejamos envolver en esta carrera
hedonista de la sociedad actual, que alimenta continuamente el deseo de la
mujer o el hombre ajenos. La
limpieza interior de la persona humana, según el Señor, no se contenta con
evitar el pecado externo, sino que lucha por ordenar los deseos interiores. En
el caso de los que entregamos nuestra vida al Señor en el sacerdocio o la vida
consagrada, «cuando un ser humano se sabe amado por Dios, cuando acepta la
gracia del celibato cristiano y actúa en consecuencia, experimenta cada vez más
claramente que el celibato, más que una renuncia, es un regalo, más que
indigencia, es riqueza. Entonces entiende que es enteramente comprendido y
protegido por Dios, en quien puede confiar y contarle todo lo que le sucede.
Sí, una vida con Cristo es la felicidad más grande que se puede desear. Un benedictino
alemán señala: "¿Dónde me siento a gusto? ¿Allí donde me he establecido?
¿Allí donde hay seres queridos, con los que puedo platicar? ¿O me siento a
gusto con Dios? Viviré bien el celibato si me siento feliz con Dios[2]»[3]
El otro ejemplo que él pone –el del
juramento en nombre de Dios- quizá nos parezca anticuado o veterotestamentario,
pero también aquí su llamada es a una actitud interior: el amor a la verdad, la
claridad, la autenticidad. Debería bastarnos el sí y el no, sin necesidad de mayores juramentos: si nuestra fama de
personas creíbles fuera clara, no necesitaríamos de otros apoyos a nuestra palabra.
Lo principal es que vivamos no con
espíritu de esclavos, temerosos del castigo, sino con una profunda libertad
interior que nos lleve a orientar nuestra conducta moral, nuestro día a día en
menos palabras, de manera responsable, no siguiendo la mera costumbre o la moda
que sigue la sociedad, sino el ejemplo y la enseñanza de Cristo Jesús; a
cumplir en todo momento la voluntad de Dios[4]
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[1] Cfr. Mt 5, 44.
[2]
Cfr. A. Grün, Ehelos - des Lebens wegen,
Münsterschwarzach 1989, p. 57.
[3] Cfr. J. Burgraff, Celibato y amor. Puede leerse en línea: http://www.conoze.com/doc.php?doc=9157
[4] Cfr. J. Aldazábal,
Misa Dominical 1990, n. 4.