Vivimos en un mundo con una enorme dosis de masificación, basta asomarse a la red o
a cualquiera de las publicaciones de papel couché.
Un rápido vistazo a calle de cualquier ciudad nos daría un mismo resultado, personas
vestidas igual sin el menor asomo de personalidad. Los jeans han uniformado a una
juventud que ha rechazado el "uniforme" de los colegios, cediendo con
absoluta entrega a los dictados de la moda. En las casas sucede algo similar:
pueden faltar cosas esenciales pero no un televisor o un DVD. Los medios de
comunicación se encargan de que nos esforcemos en pensar igual, vestir igual y tener
el mismo estándar de vida. Es este un mundo de seres uniformes en los que el individuo
se pierde completamente en la masa, olvidando el sentido de su identidad.
Justo por esto resulta hoy sorprendente lo que escuchamos
hoy en la primera de las lecturas: un Dios que llama personalmente a los suyos,
a cada uno de los suyos, desde el vientre de su madre. Nada de masa, ni de
hombres o mujeres sin nombre o rostro. El Señor ha pensado en cada uno y nos ha
llamado por nuestro nombre, marcándonos un camino singular y particular que
hemos de responder respondiendo personalmente a esa llamada personal.
Contagiados por esa masificación ambiental en la que
estamos inmersos, hemos caído también en el mismo estilo al relacionarnos con
Dios. Somos cristianos como casi todos los que nos rodean, pero hoy nos
encontramos frente a frente con una llamada personal, directa, con un camino
que sólo cada uno de nosotros debe recorrer, con un Dios que espera una
respuesta que sólo cada uno de nosotros puede dar. La liturgia de hoy nos pone
frente a un reto personal que tenemos que resolver individualmente, una
decisión que nadie puede resolver por nosotros.
Te hago luz de las
naciones, escuchamos en boca del profeta. Aceptar esa misión
supone responsabilidad y compromiso personal, algo a lo que no estamos demasiado
acostumbrados. Aceptar esa misión supone actuar,
decidir, elegir, vivir, en una palabra. Sin todas esas realidades no puede
decirse que tengamos auténtica vida cristiana, de la misma manera que si en lo
humano no actuamos, decidimos, elegimos, no tenemos vida.
El gran pecado de nuestra vida es sin duda el pecado de
omisión. Hemos sido llamados para ser luz del mundo y hacemos poco o nada. Hoy más
que nunca debemos acoger ese reto de ser luz. Si dejamos pasar la ocasión sin
una respuesta pronta, caeremos en ese pecado del que hoy habla Juan en el
evangelio, un pecado que consiste en no hacer, en no comprometerse con Dios y
con los hombres, en no arriesgar nada, en no responder diariamente al reto que
supone un compromiso diario de vida cristiana.
Y la respuesta personal se traduce en un compromiso
constante. Ciertamente es algo difícil, tan difícil que, en alguna ocasión,
puede parecer insuperable. Por eso cobra un significado tan profundo el evangelio
de hoy: para recorrer el camino que se abre ante la vocación personal
cristiana, es necesario estar bien alimentado y sentirse acompañado en el
camino. Todo eso lo tenemos los cristianos: cada celebración dominical es una
ocasión para recibir un espléndido alimento; cada domingo podemos escuchar que
el Cordero de Dios, sinceramente recibido, es el alimento que puede convertir
la debilidad en fortaleza, la indecisión en resolución y el conformismo en
inquietud, en sana inquietud.
Domingo a domingo deberíamos alegrarnos por tener la
oportunidad de acudir a una reunión ¡sagrada reunión!- en la que podemos
alimentarnos con el mismísimo Cuerpo y Sangre de nuestro redentor[1]
para, después, fuertes, poder hacer algo por los demás.
Ahí, en la concreción del amor, es donde los discípulos
de Jesús recuperamos nuestra identidad perdida: sabemos lo que somos y para qué
estamos en el mundo. Es ahí donde se pone a prueba la autenticidad de la fe.
Porque es ahí donde la Palabra se hace carne y se construye la fraternidad de
los hijos de Dios ■