Conforme van llegando los últimos días de Noviembre y los primeros de
diciembre las calles se llenan de luces, estrellas, árboles navideños, nacimientos,
etc. Es quizá la época del año en la que nuestra sociedad adquiere un carácter
ornamental intenso y festivo. Y sin embargo, ¿qué hay detrás todos estos
símbolos entrañables? ¿Qué lee el hombre actual en ellos y qué permanece en su
espíritu?
Se iluminan las ciudades con toda clase de luces y se
encienden los cirios navideños en los hogares, pero apenas le recuerdan a nadie
a Aquel que es la Luz del mundo[1],
el que ha venido a iluminar las tinieblas de nuestra existencia.
Las calles se llenan de estrellas, pero, ¿a cuántos nos orientan
hacia aquel portal de Belén en el que nació el Salvador de la humanidad? Se colocan
árboles de Navidad en las plazas y en los rincones de los hogares, pero, ¿nos
detenemos a pensar que ese árbol simboliza a Jesucristo, el Árbol de la Vida,
el Mesías que nos trae nueva savia a los hombres? ¿Recordamos que ese árbol,
lleno de luces y regalos, es símbolo de Cristo, portador de luz y gracia para
todos nosotros?
Pero, sobre todo, ¿nos detenemos a contemplar con fe el
misterio que se encierra en un nacimiento? Francisco de Asís inició la
costumbre de poner el nacimiento movido por el deseo de hacer más presente y
real el misterio de la Encarnación, de experimentar directamente la alegría del
nacimiento de Dios y comunicar esa alegría a los amigos. Cuenta Tomás de
Celano, su primer biógrafo, que Francisco contemplaba con alegría indescriptible
el misterio de Belén. «Afirmaba que ésta era la fiesta de las fiestas, pues en
ese día Dios se hizo niño y se alimentó de leche del pecho de su madre, lo
mismo que los demás niños. Francisco abrazaba con delicadeza y devoción las
imágenes que representaban al Niño Jesús y lleno de afecto y compasión, como
los niños, susurraba palabras de cariño».
Son muchos, sin duda, los factores que nos han hecho
ciegos para leer los símbolos navideños y detenernos ante ese Niño en el que no
somos ya capaces de percibir nada grande[2].
Por eso, tal vez, la manera más auténtica de vivir
nosotros la Navidad sea empezar por pedir a Dios un regalo, uno solo: esa
sencillez y simplicidad de corazón que sabe descubrir en el fondo de estas
fiestas a un Dios entrañable y cercano. Podríamos decirle, en el silencio de la
Nochebuena: Señor, en tu misericordia y compasión, regálanos un corazón que se
sorprenda ante el misterio, un corazón que no se acostumbre nunca a Ti, a tu
presencia, al regalo de tu gracia, un corazón cristiano ■