Siempre que nace un niño o una niña lo celebramos porque es una gran
victoria: la de la vida sobre la muerte, la del amor sobre el egoísmo, la de la
responsabilidad sobre el capricho. Cada niño que nace nos ilumina y nos
interpela. Pero este Niño nacido era parte del signo anunciado. Es el Niño que aplastaría la cabeza de la serpiente[1],
el que comería requesón con miel[2]
y haría huir a los reyes o diablos enemigos.
Hoy celebramos que ese niño ha nacido. Si: ha nacido el
Niño profetizado. Ya empiezan a cumplirse las promesas de Dios. Ya tenemos
razón y fundamento para todas las esperanzas. Nos ha nacido un Niño que es una
maravilla, fruto de raíz humana, lo más perfecto que el germen humano ha
producido.
¡Qué bueno si en esta Navidad hiciéramos nacer en nosotros
a nuestro propio niño! O sea, si todos empezáramos a ser un poco menos fuertes,
menos independientes, menos importantes ¡menos engreídos! Y un poco más
débiles, más confiados, más sencillos, más niños. Es solamente así que nuestro Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado[3].
El niño que ha de nacer en nosotros es la persona
despojada de orgullos y grandezas, liberada de recelos, desconfianzas y
envidias, totalmente desarmada. Es una persona nueva. No es fácil. Hay que
perder títulos y marquesados; dejar armas, olvidar saberes, arrancar caretas,
no soñar con aplausos y aprender a hacer locuras. Hay que rebajarse y
empequeñecerse muchísimo. O dicho de otra manera, hay que volver a nacer. He aquí que yo hago nuevas todas las cosas[4].
La generosidad de Dios no tiene límites y raya en la
locura. Hoy por hoy no es el Dios de la tierra prometida donde mana leche y
miel y agua de la roca y comida de ángeles. Ahora nos entrega a su único Hijo: Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo
único[5].
Y nos lo dio para que todos fuéramos hermanos. Es importante saber que puede
haber hermanos más unidos que los de la carne y la sangre[6] ■