A lo largo y ancho de la historia de la salvación Dios se ha acercado a los
hombres –a cada uno- para decirnos, a veces muy quedo al oído, que no tengamos miedo.
El evangelio de éste domingo (el último del tiempo de Adviento) es un ejemplo
de ello. Ya el ángel había dicho a la Virgen que no tuviera miedo. Los hombres de
hoy seguimos temerosos. Miedo de Dios y miedo de los hombres, miedo de un
peligro y miedo de un exceso de esperanza, miedo de sentirnos solos, y miedo también
de sabernos demasiado amados. Miedo es una sensación que tenemos ante cualquier
cosa que haga peligrar nuestro equilibrio, exterior o interior. El miedo viene
de una causa externa, pero en último término siempre es de mí y por mí por lo
que tengo miedo: tememos no estar a la altura de lo que la vida nos presentando.
El miedo es algo así como una compasión propia.
José, el varón justo y silencioso (¡no conocemos su voz!)
que encontramos en el evangelio, no se atreve a tomar a María como esposa. Intuye
un misterio y tiene miedo de entrar en él. Miedo del misterio. ¿Miedo también
de las responsabilidades? Dios se nos manifiesta por caminos inéditos. Dios es
indomesticable. Permitir la entrada de Dios con todo su misterio en nuestras
vidas significa exponernos a sorpresas continuas, a renunciar a nuestras
seguridades, a tener que cambiar nuestra tendencia a lo planeado, lo organizado,
lo sin-sorpresas por el don gratuito de la esperanza. Significa dejar nuestras
pequeñas grandes riquezas y ponernos pobres y sin experiencia a merced del Señor,
que es libertad suprema.
José había hecho sus planes. Como cualquier joven, había
escogido una esposa. Sin ambición de ningún tipo, veía la vida en Nazaret con
una serena tranquilidad: trabajar y amar, formar una familia en el temor de
Dios y en la práctica de la Ley, llegar a una vejez venerable y, bendecido por
Dios y por los hombres, volver al lugar de sus padres. Hijos y nietos
bendecirían su memoria y perpetuarían a lo largo de las generaciones sus
nombres. En María sucede algo que no comprende. Y tiene miedo. Tiene miedo porque
ve la mano de Dios demasiado próxima. Instintivamente quiere volverse atrás,
para bien de María y suyo propio. Hasta que Dios, a través de un sueño le explica
lo que está ocurriendo y lo prepara para entrar en el misterio de Dios.
Nosotros ¿no hemos sentido nunca miedo ante una de esas
interrupciones de Dios en nuestras vidas? Cada Navidad puede ser una. Hablamos
mucho de la alegría de la Navidad, de su ternura significada por el niño que
nace pero Navidad es el comienzo del camino que nos debe conducir a una
participación activa en la historia de salvación.
El niño que vemos nacer es el hombre que veremos morir.
En la Navidad, los ángeles cantan la gloria de Dios; luego la tierra se
resquebrajará en protesta por el gran ultraje. Si estamos atentos, Navidad
significaría cargar con unas responsabilidades y entrar en un misterio
indescifrable. Dejarnos penetrar por la Navidad significa entrar de lleno en la
lucha por la justicia. Y eso da miedo[1].
Pero ahí es cuando aparece la palabra que hemos oído en
el evangelio: ¡no tengas miedo! La razón para no tener miedo nace del misterio
mismo de la Navidad. El niño que nos ha de nacer llevará el nombre de Emmanuel,
Dios-con-nosotros, anuncio de salvación. Una salvación que nos llegará por
caminos inéditos, que deberemos trabajar con nuestro esfuerzo, siempre
sometidos a sorpresas. No tengas miedo
es un grito de esperanza, de esa esperanza que, por venir de Dios y por
aferrarse como un ancla al misterio de su amor, nunca nos engaña ■