XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario (C) 17.XI.2013

Cada año por éstas fechas escuchamos algunas partes del célebre  (e importante) discurso escatológico del Señor[1], palabras que a veces nos son difíciles de comprender por el lenguaje, las comparaciones, el conjunto de un modo de hablar característico de entonces –y lejano al nuestro- y porque se trata de palabras enérgicas, duras, radicales.

El Señor anuncia la victoria y su venida final, pero al mismo tiempo anuncia un largo y difícil camino de lucha hasta llegar a la victoria. Es decir, el anuncio no es una promesa de facilidades para quienes le sigan. Ni tampoco un anuncio de seguridades. El ejemplo que presenta el evangelio de hoy es muy significativo: el pueblo judío estaba seguro y satisfecho de su Templo, centro de su vida religiosa. Para aquel pueblo pobre y humillado, el Templo era su orgullo. Jesús es radical: todo aquello será destruido.

Y sin embargo se trata de una palabra de esperanza: por más que el Templo sea destruido, el camino del hombre hacia la salvación, hacia Dios, podrá continuar y continuará hasta llegar a la vida que no termina nunca.

Este domingo podríamos resumir el anuncio del Señor diciendo que debemos luchar siempre. Y la lucha de la que somos protagonistas será entre el Bien y el Mal, verdad y mentira, amor y desamor, justicia e injusticia. Ningún de nosotros estamos, nunca, por completo, en uno u otro bando. Sólo Dios lo está totalmente: Él es el Bien, la Verdad, el Amor, la Justicia. Nosotros, si luchamos por eso, luchamos por Dios, luchamos con Dios.

La dificultad nace que siempre hay quien pretende colocarse en el lugar de Dios. Ideologías, o gobiernos, o incluso grupos religiosos y espiritualidades que pretenden identificarse con el bien, asegurando la salvación, por ejemplo, a cambio de ciertas prácticas de piedad. El Señor mismo lo anuncia: Muchos vendrán usando mi nombre diciendo 'Yo soy' o bien 'el momento está cerca'; no vayáis tras ellos.

Quizá en nuestro tiempo –que no es ciertamente un tiempo de tranquilidad sino más bien de luchas y conflictos en toda la sociedad y también en la Iglesia- estas palabras de Jesús tienen una actualidad propia. No falta quien se alarma, quien se pregunta si no estaremos en un tiempo final de calamidades, hay quien piensa que se ha perdido todo y que vamos de mal en peor[2].

El Señor anunció estos conflictos y estas luchas, no anunció paz y tranquilidad. Su paz está en el corazón del hombre, pero para esta paz es necesario luchar. Con tenacidad y esperanza, porque Dios está en esta lucha.

¿Qué hacer, por tanto, en este tiempo difícil? Lo más sensato será seguir el consejo de S. Pablo: Trabajar. Trabajar sin desanimarnos, con esperanza, para construir una sociedad mejor, más justa, más fraternal. Así el camino nos llevará a la victoria de Dios. A aquella victoria que él desea para nosotros y que anuncia, pide y significa la eucaristía que ésta mañana celebramos ■



[1] Se le llama así porque habla del fin de Jerusalén y del mundo; también se le llama "apocalipsis sinóptico". En el discurso se entrecruzan dos temas: la destrucción de Jerusalén y el fin del mundo.
[2] J. Gomis, Misa Dominical, 1980, n. 3.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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