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Pienso que como la mayor parte de los convertidos, yo me enfrenté con el problema de la “religiosidad” y llegué a un acuerdo con él. Dios no era para mí una hipótesis de trabajo, para rellenar los huecos que dejaba abiertos una visión científica del mundo. Ni era un Dios entronizado en algún sitio del espacio exterior. Ni sentía yo ninguna “necesidad” particular de superficiales rutinas religiosas solo para conservarme contento. Yo diría incluso que, como a la mayoría de los hombres modernos, no me emocionaba mucho el concepto de “ir al cielo” después de chapotear por la vida presente. Al contrario, mi conversión al catolicismo empezó al darme cuenta de la presencia de Dios en esta vida actual, en el mundo y en mí mismo, y de que mi tarea como cristiano era vivir en conciencia plena y vital de esa base de mi ser y del ser del mundo. Los actos y las formas de culto le ayudan a uno a eso, y la Iglesia, con su liturgia y sus sacramentos, nos da medios esenciales de gracia. Pero Dios puede actuar sin esos medios si quiere. Cuando entré en la Iglesia, llegué buscando a Dios, al Dios vivo, y no solo “los consuelos de la religión”. Y puedo decir que incluso en el monasterio he sabido poner en su sitio la “religiosidad” que a veces es más un obstáculo que una ayuda. También, por supuesto, admito que siento una profunda simpatía hacia la cultura religiosa tradicional de Occidente, de la que creo estar imbuido. Además, en esta misma tradición –en santo Tomás, san Juan de la Cruz, los Padres latinos y griegos- es donde encuentro la más firme garantía para ese acceso inmediato y directo a Dios en la vida diaria cristiana, que ha de considerarse no solo como una preparación moral para una existencia celestial, sino, según dice santo Tomás, como el mismo “comienzo de la vida eterna ■ T. Merton, Conjeturas de un espectador culpable (Conjectures of a Guilty Bystander) 

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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