Jesucristo Rey del Universo (2103)

Los reyes del mundo habitualmente están rodeados de protección,  armas, terciopelos, joyas, y tronos en esplendorosos salones. El evangelio de hoy, en la fiesta de Cristo Rey, nos presenta a un Jesús cuyo trono es la cruz y cuyo cetro es un clavo que atraviesa su mano. Demasiado escandaloso, demasiado insoportable para el hombre de hoy.

Si hay algo enormemente lejano de lo que es ser rey, según la razón y el sentir humano, es este Jesús clavado en una cruz. Si hay algo aparentemente imposible de conciliar es que Jesús sea Dios y Rey en la Cruz.

A los primeros cristianos les costó mucho asimilar este Dios, este Rey que presentaba su máximo esplendor clavado en una cruz. San Pablo tendrá que recordarles que predicamos un Mesías crucificado, para los judíos un escándalo, para los paganos una locura[1].

Es bien conocido el dibujo burlón que en las catacumbas, presentaba un crucificado con cabeza de asno, o la acusación tan frecuentemente lanzada contra aquellos primeros cristianos de «ateos»; todo ello era consecuencia de una misma causa: no era lógico, no tenía sentido que se presentase a uno que había muerto crucificado, como a Rey y Dios.

Reconocer la realeza de Jesús es un gesto humanamente imposible ante este hombre humillado, abatido, crucificado y muerto. ¿Es posible que los hombres acepten a este Jesús tratado de esa manera infamante como el único capaz de llevarles a la felicidad, a la vida...? Esta es la pregunta del día de hoy…

Porque esta es la fe cristiana: ante un hombre que está siendo ejecutado como un malhechor entre malhechores, el cristiano proclama que ese –y no otro- es nuestro Dios y Salvador.

Y ahí está el problema: la inscripción puesta sobre la cruz de Jesús -este es el Rey de los judíos- expresa la enorme paradoja que hay en el corazón de la fe cristiana. No nos extrañemos pues de las diversas reacciones ante el reinado del Señor.

Estaba el pueblo mirando. Es la primera de las reacciones que encontramos. El pueblo presencia la escena probablemente esperando a ver en qué terminaba aquello; ese pueblo que ¡ay! muchas veces reduce todo a espectáculo y así elude todo compromiso. Un pueblo que no quiere pensar ni decidirse, o mejor dicho: se decide siempre por lo que dicen y hacen los demás, sin tener nunca una opinión propia… Hosanna al Hijo de David ¡Crucifícale![2]

A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios[3]. Hay que reconocer que saben poner el dedo en la llaga; que lo que dicen tiene lógica; y precisamente por eso, porque están convencidos de que Dios tiene que ser como su lógica les dicta, son incapaces de reconocer a Dios tal y como él se presenta[4].

Los soldados romanos, encargados de la ejecución, se burlan de aquel hombre que moría bajo el título de Rey de los judíos. Ellos sirven a un rey de este mundo y por tanto saben bien lo que era un rey. Pensar que aquel hombre fuese rey era un disparate en el que ellos, lógicamente, no iban a caer. ¿Quiénes son los soldados romanos de hoy? Los que están –estamos- convencidos de que una ideología humana es realmente salvadora y se entregan a ella con alma y vida.

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. Éste hombre representa a todos los que condicionamos la aceptación de Jesús a la solución de nuestros problemas: enfermos, dinero, circunstancias desgraciadas, etc.

Sólo la última intervención es favorable a Jesús. Uno de los ajusticiados hace justicia al ajusticiado Jesús y descubre quién es. Cuatro contra uno. Un balance desalentador para el único verdadero Reino... Pero el otro lo increpaba: -¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.

De los dos ladrones, solamente uno reconoce a Jesús. A pesar de que las situaciones sean idénticas, las actitudes son completamente distintas. Esto demuestra que la situación de pobreza o de sufrimiento no es suficiente para explicar la acogida o el rechazo al evangelio. Hay dos enfermos de cáncer en la misma habitación: uno blasfema y dice que Dios es injusto permitiendo esas cosas; el otro descubre a Cristo crucificado en su mismo sufrimiento.

¿Qué es aquello que vuelve capaz al ojo humano para contemplar la vida y especialmente los dramas que contiene, como él supo mirarlos? La fe, la luz de Dios que debemos desear por encima de todas las cosas y debiéramos pedir en primer lugar.

Hoy estarás conmigo en el Paraíso, escucha aquel ladrón de boca de su compañero de tormento. Paraíso significa «jardín delicioso» ¡eso sería el mundo si tuviéramos la fe de aquel ladrón!

Al mismo tiempo que la cruz aparece a unos como la objeción que hace imposible su fe en la realeza de Jesús, aparece a otros como el signo luminoso de una misión divina ¡Ay mirada tan profunda la del buen ladrón! ¿Qué es lo que proporciona unos ojos capaces, como los suyos, de contemplar la vida, y especialmente los dramas que contiene, como él supo mirarlos? ¿Cómo llegar a ver a Jesús como supo hacerlo él el primero? ¿No es la pregunta decisiva que plantea el texto de hoy? Una pregunta que nunca ha dejado de estar planteada ■



[1] 1Co 1, 23.
[2] Cfr. Jn 19,15.
[3] Lc 23, 35-43.
[4]Lous Monlobou, Leer y predicar el evangelio de Lucas, Edit. Sal Terrae, Santander 1982, p. 306.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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