Los reyes del mundo habitualmente están rodeados de protección, armas, terciopelos, joyas, y tronos en
esplendorosos salones. El evangelio de hoy, en la fiesta de Cristo Rey, nos
presenta a un Jesús cuyo trono es la cruz y cuyo cetro es un clavo que
atraviesa su mano. Demasiado escandaloso, demasiado insoportable para el hombre
de hoy.
Si hay algo enormemente lejano de lo que es ser rey,
según la razón y el sentir humano, es este Jesús clavado en una cruz. Si hay
algo aparentemente imposible de conciliar es que Jesús sea Dios y Rey en la
Cruz.
A los primeros cristianos les costó mucho asimilar este
Dios, este Rey que presentaba su máximo esplendor clavado en una cruz. San
Pablo tendrá que recordarles que predicamos
un Mesías crucificado, para los judíos un escándalo, para los paganos una
locura[1].
Es bien conocido el dibujo burlón que en las catacumbas,
presentaba un crucificado con cabeza de asno, o la acusación tan frecuentemente
lanzada contra aquellos primeros cristianos de «ateos»; todo ello era
consecuencia de una misma causa: no era lógico, no tenía sentido que se
presentase a uno que había muerto crucificado, como a Rey y Dios.
Reconocer la realeza de Jesús es un gesto humanamente
imposible ante este hombre humillado, abatido, crucificado y muerto. ¿Es
posible que los hombres acepten a este Jesús tratado de esa manera infamante
como el único capaz de llevarles a la felicidad, a la vida...? Esta es la
pregunta del día de hoy…
Porque esta es la fe cristiana: ante un hombre que está
siendo ejecutado como un malhechor entre malhechores, el cristiano proclama que
ese –y no otro- es nuestro Dios y Salvador.
Y ahí está el problema: la inscripción puesta sobre la
cruz de Jesús -este es el Rey de los
judíos- expresa la enorme paradoja que hay en el corazón de la fe
cristiana. No nos extrañemos pues de las diversas reacciones ante el reinado
del Señor.
Estaba el pueblo
mirando. Es la primera de las reacciones que encontramos. El
pueblo presencia la escena probablemente esperando a ver en qué terminaba
aquello; ese pueblo que ¡ay! muchas veces reduce todo a espectáculo y así elude
todo compromiso. Un pueblo que no quiere pensar ni decidirse, o mejor dicho: se
decide siempre por lo que dicen y hacen los demás, sin tener nunca una opinión
propia… Hosanna al Hijo de David… ¡Crucifícale![2]
A otros ha salvado,
que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios[3]. Hay que reconocer que saben poner el dedo en la llaga;
que lo que dicen tiene lógica; y precisamente por eso, porque están convencidos
de que Dios tiene que ser como su lógica les dicta, son incapaces de reconocer
a Dios tal y como él se presenta[4].
Los soldados romanos, encargados de la ejecución, se
burlan de aquel hombre que moría bajo el título de Rey de los judíos. Ellos
sirven a un rey de este mundo y por tanto saben bien lo que era un rey. Pensar
que aquel hombre fuese rey era un disparate en el que ellos, lógicamente, no
iban a caer. ¿Quiénes son los soldados romanos de hoy? Los que están –estamos- convencidos
de que una ideología humana es realmente salvadora y se entregan a ella con
alma y vida.
Uno de los
malhechores crucificados lo insultaba diciendo: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate
a ti mismo y a nosotros. Éste hombre representa
a todos los que condicionamos la aceptación de Jesús a la solución de nuestros
problemas: enfermos, dinero, circunstancias desgraciadas, etc.
Sólo la última intervención es favorable a Jesús. Uno de
los ajusticiados hace justicia al ajusticiado Jesús y descubre quién es. Cuatro
contra uno. Un balance desalentador para el único verdadero Reino... Pero el otro lo increpaba: -¿Ni siquiera
temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque
recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.
De los dos ladrones, solamente uno reconoce a Jesús. A
pesar de que las situaciones sean idénticas, las actitudes son completamente
distintas. Esto demuestra que la situación de pobreza o de sufrimiento no es
suficiente para explicar la acogida o el rechazo al evangelio. Hay dos enfermos
de cáncer en la misma habitación: uno blasfema y dice que Dios es injusto
permitiendo esas cosas; el otro descubre a Cristo crucificado en su mismo
sufrimiento.
¿Qué es aquello que vuelve capaz al ojo humano para
contemplar la vida y especialmente los dramas que contiene, como él supo mirarlos?
La fe, la luz de Dios que debemos desear
por encima de todas las cosas y debiéramos pedir en primer lugar.
Hoy estarás conmigo
en el Paraíso, escucha aquel ladrón de boca de su compañero de
tormento. Paraíso significa «jardín delicioso» ¡eso sería el mundo si
tuviéramos la fe de aquel ladrón!
Al mismo tiempo que la cruz aparece a unos como la
objeción que hace imposible su fe en la realeza de Jesús, aparece a otros como
el signo luminoso de una misión divina ¡Ay
mirada tan profunda la del buen ladrón! ¿Qué es lo que proporciona unos
ojos capaces, como los suyos, de contemplar la vida, y especialmente los dramas
que contiene, como él supo mirarlos? ¿Cómo llegar a ver a Jesús como supo
hacerlo él el primero? ¿No es la pregunta decisiva que plantea el texto de hoy?
Una pregunta que nunca ha dejado de estar planteada ■