El de éste domingo es uno de ésos evangelios-examen
para la vida cristiana. El Señor dice ésta parábola a propósito de los que se creían buenos; de aquellos que estaban
seguros de sí mismos (de lo que pensaban y de lo que hacían) y que despreciaban
a los demás.
El fariseo de entonces y de todos los tiempos tiene cierta
base; “en la medida en que cumpla la ley de Dios –piensa- en esa medida Dios me
premiará y me salvará”. Así, la salvación para él no depende tanto de Dios
cuanto de sí mismo, de su propia fidelidad, de su propia vida. Esto hace que la
ley sea fuente de derechos ante Dios. Para él las obras buenas hacen al hombre
bueno y merecedor, por derecho propio, de la propia salvación.
Este fariseísmo está hoy presente en nuestro mundo cristiano
tanto a nivel individual (grave) como a nivel comunitario (infinitamente peor).
A nivel individual debemos confesar que hemos educado y hemos
sido educados en el fariseísmo. Tenemos la ley como norma fundamental de la vida,
y así nos hemos vuelto cristianos cuya preocupación principal es el
cumplimiento de lo mandado. Cristianos que, porque hemos cumplido a la
perfección la letra del precepto, ya estamos tranquilos y nos sentimos ¡ay! con
derechos ante Dios. Cristianos que pensamos que nuestras obras buenas son como
ingresos en una caja de ahorros celestial que podremos exhibir ante Dios para
reclamar capital e intereses. Cristianos que, juzgando como pecadores a quienes
no cumplen las leyes con la minuciosidad con que nosotros lo hacemos, nos creemos
mejores y ¡Ay! hasta agradecemos a Dios el ser tan buenos, con tanto tono humano y con tan buena formación.
A nivel comunidad hay también un gran fariseísmo en ésta Iglesia
nuestra: grupos, de carácter conservador o de carácter progresista, que se
creen, como grupo, los buenos, los cumplidores, los fieles (unos al Derecho
Canónico, otros a un espíritu de Jesús de Nazaret que difícilmente se compagina
con sus juicios y actitudes), grupos que, menospreciando a los otros (en el
sentido literal de la palabras "menos-preciar") los juzgan
equivocados, dignos de conmiseración y sin sitio apenas en la comunidad de
hermanos. ¡Ah!, eso sí: unos y otros piden por la conversión de quienes no
piensan como ellos. ¡Fariseos, siglo XX!
¿Dónde radica el mal del fariseísmo? En nuestra propia
visión de Dios, a quien vemos como un comerciante que vende cielo a cambio de
obras; en nuestra visión de Jesús y de su salvación, a la que no vemos como una
novedad gratuita, como justificación por amor sin pedir nada a cambio, sino
solo fe. Hermano mío, hermana mía ¡no hemos entendido nada de la Redención! No comprendemos
que Dios se complace más en un pecador que ama, confía y se arrepiente (aunque
en absoluto pueda ofrecer obras buenas), que en un justo con muchos méritos,
abundantes obras y confianza en sí mismo.
El Señor nos invita hoy, a los que tenemos alma farisea, a que tengamos alma de publicano, a que tengamos real conciencia
de la pobreza de nuestros méritos y de la incapacidad de presentar ante Él nada
a cambio del perdón y de la justificación. Tan apartados del Señor vivimos quienes
olvidamos esto, como aquellos que creen que la salvación depende de sus obras y
le pasan factura.
Todos tenemos en nuestra vida actitudes farisaicas que
nos lleva a creernos buenos, mejores que otros a quienes quizá compadecemos y
hasta amamos, pero desde nuestra situación de mejores, de bien formados, de aristócratas
del amor y de la santidad. Todos, en alguna ocasión, hemos pensado en lo que
Dios nos dará "como justa paga por nuestros méritos".
Hoy es un buen día para guardar silencio, y en silencio examinar
sinceramente nuestra oración y descubriendo la autenticidad de nuestra fe y de nuestra
actitud frente a la redención que el Señor nos viene a regalar ■