Hacia el templo caminaban un buen día
Dos hombres de distintas condiciones:
Uno altivo, amador de exaltaciones
Su justicia ante Dios mostrar quería.
El otro su maldad reconocía;
Se acercaba arrepentido y humillado;
Le angustiaba el peso del pecado
Reflejando en su rostro la agonía.

Cuando hubieron llegado, el fariseo
Oraba así: "¡Oh, Dios! gracias te doy
Porque sabes que un hombre justo soy
Que diezmo siempre de lo que poseo.
Y me parece según lo que yo creo
Que soy muchísimo mejor que los demás:
Fielmente ayuno y también, como sabrás,
No soy como este publicano que aquí veo".

Más, en cambio el publicano no quería
Ni aún alzar sus ojos hacia el cielo;
Sollozaba mostrando desconsuelo
Con profundo dolor su pecho hería
Y entre tanto a Dios así decía:
"Sé propicio a mí, tan pecador;
reconozco mi bajeza, Buen Señor...
dale paz y consuelo al alma mía."

El Señor, que ambas plegarias escuchaba,
Prestamente al publicano perdonó;
Ya que este arrepentido se humilló,
No así al otro que orgulloso se ensalzaba.
Cristo aquí una enseñanza nos mostraba:
Vale más la humildad que la arrogancia.
Dios no quiso soberbias ni jactancias,
Pero presto aceptó al que se humillaba.

Cuando vienes ante Dios en oración,
¿Cómo vienes? ¿con orgullo o humildad?
¿menosprecias a tu hermano o en verdad
bien le tratas sin que hagas acepción?
Reconoce en este ejemplo la lección:
¿Tú qué eres? ¿fariseo o publicano?
Y analiza esta pregunta buen hermano:

¿Qué prefieres: alabanzas o perdón?

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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