Conemoración de los fieles difuntos (2.XI.2013)

Ayer recordábamos a todos los Santos, los que ya gozan del Señor, hoy recordamos a los que se purifican en el Purgatorio antes de su entrada en la gloria. El Purgatorio es, digamos, ese lugar temporal de los que murieron en gracia y deben purificarse, o como dice el padre Fáber, “el noviciado de la visión de Dios”; el lugar donde se pulen las piedras de la Jerusalén celestial. Es el lazareto en que el pasajero contaminado se detiene ante el puerto, para poder curarse y entrar en la patria.

Sin embargo en el Purgatorio hay alegría. Y hay alegría, porque hay esperanza; en él sólo están los salvados. Santa Francisca Romana tuvo un día una visión de este lugar y dijo: "esta es la mansión de la esperanza".

Es una esperanza con dolor: el fuego purificador. Pero es un dolor aminorado por la esperanza. La ausencia del amado es un cruel martirio, pues el anhelo de todo amante es la visión, la presencia y la posesión.

Si las almas santas ya sufrieron esta ausencia en la tierra. –que muero porque no muero, clamaba Sta. Teresa de Jesús- mucho mayor será el hambre y sed y fiebre de Dios que sientan las almas ya liberadas de las ataduras corporales.

Las almas del Purgatorio ya no pueden hacer nada por sí mismas merecer, pero Dios nos ha concedido a nosotros el poder maravilloso de aliviar sus penas, de acelerar su entrada en el Paraíso. Así se realiza ésa enseñanza de la iglesia tan consoladora: la Comunión de los Santos, esa relación de interdependencia de todos los fieles de Cristo, los que estamos aún en la tierra, los que ya gozan del cielo y aquellos que están en el Purgatorio.

Con nuestras buenas obras y oraciones –nuestros pequeños méritos- podemos aplicar a los difuntos los méritos infinitos de Cristo.

Ya en el Antiguo Testamento, en el segundo libro de los Macabeos, vemos a Judas enviando una colecta a Jerusalén para ofrecerla como expiación por los muertos en la batalla: es una idea piadosa y santa rezar por los muertos para que sean liberados del pecado[1].
Los paganos deshojaban rosas y tejían guirnaldas en honor de los difuntos. Nosotros, cristianos, vamos más allá. Un cristiano –dice San Ambrosio- tiene mejores presentes. Cubrid de rosas, si queréis, los mausoleos pero envolvedlos, sobre todo, en aromas de oraciones. De este modo, la muerte cristiana, unida a la de Cristo, tiene un aspecto pascual: es el tránsito de la vida terrena a la vida eterna ■



[1] Cfr Mac12, 43-46.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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