Ayer recordábamos a todos los Santos, los que ya gozan del Señor, hoy recordamos
a los que se purifican en el Purgatorio antes de su entrada en la gloria. El
Purgatorio es, digamos, ese lugar temporal
de los que murieron en gracia y deben purificarse, o como dice el padre Fáber,
“el noviciado de la visión de Dios”; el lugar donde se pulen las piedras de la
Jerusalén celestial. Es el lazareto en que el pasajero contaminado se detiene
ante el puerto, para poder curarse y entrar en la patria.
Sin embargo en el Purgatorio hay alegría. Y hay alegría,
porque hay esperanza; en él sólo están los salvados. Santa Francisca Romana tuvo
un día una visión de este lugar y dijo: "esta es la mansión de la
esperanza".
Es una esperanza con dolor: el fuego purificador. Pero es
un dolor aminorado por la esperanza. La ausencia del amado es un cruel
martirio, pues el anhelo de todo amante es la visión, la presencia y la
posesión.
Si las almas santas ya sufrieron esta ausencia en la
tierra. –que muero porque no muero,
clamaba Sta. Teresa de Jesús- mucho mayor será el hambre y sed y fiebre de Dios
que sientan las almas ya liberadas de las ataduras corporales.
Las almas del Purgatorio ya no pueden hacer nada por sí
mismas merecer, pero Dios nos ha concedido a nosotros el poder maravilloso de
aliviar sus penas, de acelerar su entrada en el Paraíso. Así se realiza ésa
enseñanza de la iglesia tan consoladora: la Comunión de los Santos, esa relación
de interdependencia de todos los fieles de Cristo, los que estamos aún en la
tierra, los que ya gozan del cielo y aquellos que están en el Purgatorio.
Con nuestras buenas obras y oraciones –nuestros pequeños
méritos- podemos aplicar a los difuntos los méritos infinitos de Cristo.
Ya en el Antiguo Testamento, en el segundo libro de los
Macabeos, vemos a Judas enviando una colecta a Jerusalén para ofrecerla como
expiación por los muertos en la batalla: es
una idea piadosa y santa rezar por los muertos para que sean liberados del
pecado[1].
Los paganos deshojaban rosas y tejían guirnaldas en honor
de los difuntos. Nosotros, cristianos, vamos más allá. Un cristiano –dice San
Ambrosio- tiene mejores presentes. Cubrid de rosas, si queréis, los mausoleos
pero envolvedlos, sobre todo, en aromas de oraciones. De este modo, la muerte
cristiana, unida a la de Cristo, tiene un aspecto pascual: es el tránsito de la
vida terrena a la vida eterna ■