Lo que les interesaba a los hombres de la época del profeta Amós no es muy
diferente de lo que nos interesa a los hombres de hoy: el dinero. El dinero –pensamos-
es la suma y compendio de todo cuanto el hombre apetece en el mundo: poder, influjo
social, cultura (en muchas ocasiones), confort, belleza (¿?), refinamiento, buen
gusto (a veces); placer, en una palabra. El que tiene dinero, y en la medida y
cuantía en que lo tiene, suele imponer su fuerza y señala las reglas de juego.
El que tiene dinero muchas veces dicta condiciones y los demás no tienen más
remedio que aceptarlas deseando, en el fondo de sus corazones, que las cosas cambien.
Es por todo esto que el dinero es el gran rival de Dios, y aunque llegados a éste tiempo
del año litúrgico escuchamos que es imposible servir a dos señores al mismo
tiempo, no logramos asimilarlo y hacerlo vida en nuestra vida. En muchas
ocasiones, en caso de elegir, nos hemos quedado con el primero, con el poderoso caballero don dinero, que dice la
sabiduría popular. No hay más que mirar a nuestro alrededor, el triunfo del
dinero por el dinero: priva la especulación y la ganancia sin límites. La
palabra mágica es rentabilidad. La finalidad de la mayor parte de los hombres
es tener dinero. Envidiamos al que lo tiene y admiramos al que ha sabido
amasarlo, ¿es esto compatible con nuestra fe cristiana? ¿No estaremos hechos todos
unos esclavos?
El dinero, el gran rival
de Dios. En la elección entre estas dos fuerzas gigantescas, de signo y
contenido distinto, se libran grandes batallas en el corazón del hombre, y no
es fácil escapar a su seducción, y si no somos capaces de dominar el dinero, él
irá minando poco a poco nuestra vida cristiana. Esa vida cristiana que es un
trabajo para ir convirtiéndonos en hijos de la luz, para ser cada vez menos hijos
de este mundo[1].
Se trata de preguntarnos siempre si realmente ponemos todo lo que tenemos
(dinero, capacidad de influencia, tiempo...) al servicio de Dios y de aquellos
que tienen menos, en todos los sentidos[2].
Servir al dinero suele ir acompañado de una aparente seguridad, pero
también de una inquietud permanente, de un usar a los demás como instrumento,
de un destruir la naturaleza, de un emplear la mentira como medio normal de
relación, de un ver al hombre sólo como competidor, consumidor o productor; de
una competitividad ilimitada, pero sobre todo de un valorar las cosas más que
las personas.
¿Por qué no poner más atención a la serenidad que nos brinda
nuestra fe? ¿Por qué no proponernos vivir más ligeros de equipaje, más con el
corazón puesto en las realidades que no se acaban, que duran para siempre? ■