Nos parecen ingenuas las películas de buenos y malos, pero más ingenua, más
cruel y más estúpida es nuestra manera de clasificar a los hombres en buenos y
malos. Los malos, por supuesto, son siempre los otros: los de izquierdas, los
no católicos, los arrejuntados, los
homosexuales, los jugadores, los envidiosos, en una palabra: los que no son
como nosotros. Los buenos ¡somos nosotros! Los católicos, los de derechas, ¡los
que acudimos a medios de formación!, los que vamos a misa los domingos… los de
antes, los de siempre.
Y así, con este estúpido razonamiento, nos sentimos
justificados por contraste con los oficialmente
calificados como malos, sobre cuyos hombros cargamos sus pecados, y de vez en
cuando los nuestros propios.
Y así es como nos resistimos al cambio, a la conversión. “¡Que
cambien ellos!”, pensamos, pero si llega hasta nosotros el rumor de que han
cambiado, lejos de alegrársenos el corazón, nos consume la envidia, exactamente
igual como sucede con el hermano mayor, ése que permanece a la sombra en el
evangelio y en el cuadro de Rembrandt y sobre el que hay tanto qué reflexionar[1].
Cuando el Evangelio nos presenta el gozo por la
conversión del pecador –más grande que por los noventa y nueve justos- se enciende ésa lucecilla roja,
chillona en nuestro interior, y nos revolvemos inquietos en el asiento, y es
que nos molesta que aquellos, a los que habíamos encasillado entre los malos,
no sean tan malos como pensábamos. Nos fastidia, porque toda nuestra bondad
consistía en ser distintos de "esos". Pero nos molesta, sobre todo,
porque su cambio nos arroja al rostro la poca –o ninguna- penitencia que
hacemos.
¿Cómo vamos a convertirnos nosotros, tan seguros en
tenernos por buenos? No hemos querido comprender que buenos y malos no son dos
clases de personas -¡qué cómodo resulta ese encasillamiento!- sino dos
alternativas en la vida de cualquier persona. O como decía mi señor cura Donato
(la Purísima, en Aguascalientes): “El que es malo no lo es con todos”.
La única diferencia estriba en que hay pecadores que se
reconocen por tales y quieren cambiar y cambian y provocan el gozo del cielo.
Mientras que hay pecadores que nos tenemos por buenos y no queremos cambiar, y
no solo no nos arrepentimos sino que despreciamos a quien lo hace, mirándolos
por encima del hombro y negándonos a entrar en la alegre celebración que el
Padre tiene preparada ■
[1] Anímate
a leer esto: H. Nouwen, El regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante un
cuadro de Rembrandt: http://www.dudasytextos.com/actuales/regreso_hijo_prodigo.htm