XXIII Domingo del Tiempo Ordinario (C) 8.IX.2013

La enseñanza del Señor para este domingo, el vigésimo tercero del tiempo ordinario ya, se comprende mucho mejor si la colocamos en su contexto: Jesús se dirige hacia Jerusalén donde cargará la cruz y luego morirá por cada uno de los que formamos parte del género humano. Eso se dice fácil –y se escribe más fácil aún- pero si nos detenemos y reflexionamos podemos llegar a sentir la misma sensación que se puede tener ante un abismo: el Hijo de Dios conocía a todos los hombres y las mujeres de todos los tiempos, y subió al altar de la cruz pensando en cada uno…

¿Qué es entonces lo que sugiere el Señor en el evangelio que nos presenta hoy la liturgia de la Iglesia? Que hagamos una clara opción por Él y por su evangelio, haciendo nuestra su enseñanza, sus criterios, su ejemplo; en una entrega total y plena disponibilidad ante Dios, dando prioridad al Señor por encima de todo afecto humano. Así, tal cual: de todo afecto humano (que no significa volvernos fríos, ni lejanos; significa que es Jesucristo y sólo Él quien sacia nuestro sediento corazón)

Y es que si no optamos de manera personal por Él nunca llegaremos a ser hombres y mujeres que manifiesten la presencia de Dios a los demás y el gozo de saber que con Él hemos sido salvados.

Ser cristiano es aceptar, por la fe y con nuestra conducta, a Cristo Jesús el único camino para llegar a Dios.

La meta de todo cristiano debe ser revestirse de Cristo, tener los mismos sentimientos y actitudes en su vida manifestándolo en el comportamiento cotidiano.

Si queremos seguir sinceramente al Señor debemos disponernos para dejarle actuar en nuestra vida, de manera que nuestra fe cada día se robustezca más, nuestra esperanza se manifieste con alegría y nuestra caridad la puedan experimentar los hermanos, sobre todo aquellos con quienes convivimos más de cerca.

Tomar nuestra cruz y seguir al Señor debe ser un honor, un orgullo y deber para el cristiano que quiere corresponder generosamente al amor que Dios nos ha manifestado ■

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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