La enseñanza del Señor para este domingo, el vigésimo tercero del tiempo ordinario ya,
se comprende mucho mejor si la colocamos en su contexto: Jesús se dirige hacia
Jerusalén donde cargará la cruz y luego morirá por cada uno de los que formamos
parte del género humano. Eso se dice fácil –y se escribe más fácil aún- pero si
nos detenemos y reflexionamos podemos llegar a sentir la misma sensación que se
puede tener ante un abismo: el Hijo de Dios conocía a todos los hombres y las
mujeres de todos los tiempos, y subió al altar de la cruz pensando en cada uno…
¿Qué es entonces lo que sugiere el Señor en el evangelio
que nos presenta hoy la liturgia de la Iglesia? Que hagamos una clara opción
por Él y por su evangelio, haciendo nuestra su enseñanza, sus criterios, su
ejemplo; en una entrega total y plena disponibilidad ante Dios, dando prioridad
al Señor por encima de todo afecto humano. Así, tal cual: de todo afecto humano
(que no significa volvernos fríos, ni lejanos; significa que es Jesucristo y
sólo Él quien sacia nuestro sediento corazón)
Y es que si no optamos de manera personal por Él nunca
llegaremos a ser hombres y mujeres que manifiesten la presencia de Dios a los
demás y el gozo de saber que con Él hemos sido salvados.
Ser cristiano es aceptar, por la fe y con nuestra
conducta, a Cristo Jesús el único camino para llegar a Dios.
La meta de todo cristiano debe ser revestirse de Cristo,
tener los mismos sentimientos y actitudes en su vida manifestándolo en el
comportamiento cotidiano.
Si queremos seguir sinceramente al Señor debemos
disponernos para dejarle actuar en nuestra vida, de manera que nuestra fe cada
día se robustezca más, nuestra esperanza se manifieste con alegría y nuestra
caridad la puedan experimentar los hermanos, sobre todo aquellos con quienes
convivimos más de cerca.
Tomar nuestra cruz y seguir al Señor debe ser un honor,
un orgullo y deber para el cristiano que quiere corresponder generosamente al amor
que Dios nos ha manifestado ■