El anuncio del Evangelio del Reino de Dios se
concretiza en el anuncio de “Jesucristo, y éste Crucificado”. Tanto la
filiación divina de Cristo como su crucifixión constituyen el scandalum crucis,
“locura para los que se pierden, pero para los que salvan – para nosotros –
fuerza de Dios”. Es precisamente este escándalo de la cruz el que humilla la
hybris de la mente humana y la eleva a aceptar una sabiduría que viene de lo
alto. También en este caso, relativizar la persona de Cristo poniéndola junto a
otros “salvadores” significa vaciar el cristianismo mismo de su sustancia. Fue
precisamente la predicación de lo absurdo de la cruz la que, en menos de
trescientos años, redujo al mínimo las religiones del Imperio Romano y abrió la
mente de los hombres a una visión nueva de esperanza y de resurrección. De esta
misma esperanza está sediento el mundo actual, que sufre una depresión
existencial. El Cristo crucificado, sin embargo, está
íntimamente vinculado a la Iglesia crucificada. Es la Iglesia de los mártires,
desde aquellos de los primeros siglos hasta los numerosos fieles que, en
ciertos países, se exponen a la muerte simplemente yendo a la Misa dominical.
Pero la Iglesia crucificada no se limita sólo a sus mártires. Cuando ella
refleja la persona, la enseñanza y el comportamiento de Cristo, no hace más que
presentar la Verdad, que es Cristo mismo. La Iglesia, por lo tanto, pide a los
hombres reflejarse en el espejo de Cristo y de sí misma. Todos desean conocer
la verdad, pero cuando ella revela nuestros defectos, entonces es odiada y
perseguida: Oculis aegris odiosa lux, quae sanis amabilis, dice Agustín. Y
Jesús predice: “Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros”.
Por eso, la persecución es un quid constitutivum de la Iglesia, como lo es la
debilidad de sus miembros, de la que no puede prescindir sin perder su
individualidad, es una cruz que debe abrazar. La persecución, sin embargo, no siempre es física,
está también la persecución de la mentira: “Felices vosotros cuando os
insulten, os persigan, y os calumnien en toda forma a causa de mí”. Esto lo
habéis experimentado recientemente por medio de algunos medios que no aman a la
Iglesia. Cuando las acusaciones son falsas, no es necesario hacerles caso, aún
si causan un inmenso dolor. Otra cosa es cuando contra nosotros se dice la
verdad, como ha ocurrido en muchas de las acusaciones de pedofilia. Entonces es
necesario humillarse delante de Dios y de los hombres y tratar de extirpar el
mal a toda costa, como ha hecho, con gran pesar, Benedicto XVI. Sólo así se
recupera credibilidad frente al mundo y se da un ejemplo de sinceridad. Hoy
mucha gente no llega a creer en Cristo porque su rostro es oscurecido o
escondido detrás de una institución que carece de transparencia. Pero si recientemente hemos llorado por muchos
acontecimientos desagradables ocurridos entre el clero y los laicos, incluso en
la casa pontificia, debemos pensar que estos males, por graves que sean, si se
comparan con ciertos males del pasado en la historia de la Iglesia, no son más
que un resfriado. Así como, con la ayuda de Dios, estos han sido superados, se
superará también la crisis presente. Pero también un resfriado tiene necesidad
de ser curado bien para que no se convierta en neumonía. El espíritu maligno del mundo, el mysterium
iniquitatis, se esfuerza continuamente por infiltrarse dentro de la Iglesia.
Además, no olvidemos la advertencia de los profetas al antiguo Israel de no
buscar alianzas ni con Babilonia ni con Egipto, sino seguir una pura política
ex fide confiando solamente en Dios y en su alianza. ¡Ánimo! Cristo nos anima
cuando exclama: Tengan confianza, yo he vencido el mundo ■ Cardenal Prosper Grech, discurso a los
cardenales electores antes del Cónclave, Marzo del 2013.