XXII Domingo del Tiempo Ordinario (C) 1.IX.2013

Una charla de sobremesa? Eso parece –aparentemente- el evangelio de éste Domingo. El Señor aprovecha el tiempo después de la comida para dar(nos) un par de lecciones. El pretexto es lo que está pasando y todos ven: la prisa por ocupar los primeros puestos. Y Jesús muestra cuál debe ser nuestro comportamiento respecto al reino de Dios. No podemos aplicar en este caso las reglas de urbanidad, ni las tácticas sociales.

No ocupes los primeros puestos. No es simplemente una táctica piadosa. Hacerse el humilde no es ser humillado. Es un principio de vida y de convivencia. Enaltecerse es, al final, pretender hacerse como dios: sentirnos autosuficientes, mirar por encima del hombro a los demás, a aquellos que no tienen formación ¡ay frase desdichada!... En un orden así hay naciones que se endiosan, y personas que menospreciamos a los demás, sólo porque tenemos más dinero o más poder, llegando a creer que no necesitamos a nadie...

No invites a tus amigos. Esa es nuestra costumbre y nuestra ética. Compartimos nuestros éxitos y beneficios con los familiares, con los amigos, con los de la misma clase social, y excluimos –y a veces incluso nos avergonzamos- a los parientes y amigos pobres…Vemos y vivimos en medio de la desigualdad más inhumana y ni siquiera nos sonrojamos. Estamos tan ufanos en el convencimiento –presunción, arrogancia, soberbia- de que nos merecemos lo que tenemos y disfrutamos, de que nos lo hemos ganado a pulso, de que somos más que los demás, cuando sólo tenemos más dinero. Al final el resultado es penoso y muy claro: no tenemos humildad para ver la verdad, para comprender que todos somos necesarios, que todos dependemos de todos, que nadie puede ser rico ni poderoso sin la colaboración de los demás.

Hermano mío, hermana mía, el engreimiento y la soberbia solo endurecen el corazón. El pobre y el sencillo pueden ver la verdad de Dios. Sólo el que baja del pedestal –el pedestal del poder y de la riqueza- y va al encuentro del hermano, del igual que él, aunque tenga distinta función, puede descubrir el rostro de Dios.

Que no olvidemos que Dios se hizo hombre, que tomó carne y se hizo uno como nosotros. Y aún más: nació, vivió y creció pobre; en su tiempo era de los últimos de la escala social, esa escala que hemos erigido soberbiamente como una torre de Babel contra Dios, es decir, contra los hombres, contra la humanidad. Mucho qué pensar éste fin de semana ¿no es así? ■

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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