Oh Dios, que has preparado
bienes inefables para los que te aman...Escuchamos hace un rato en la Oración Colecta de la misa, una oración que expresa
toda la tensión de nuestra vida, y es que si el amor de Dios no llena nuestros
corazones, la fe no tiene sentido, y el cumplimiento resulta rígido y vacío,
tan vacío y rígido como un cuadernito de cuadrícula en el que se van anotando
las cosas buenas que se hacen a lo
largo del día…
¿Qué puede significar, entonces, "amándote en todo y
sobre todas las cosas"? En el evangelio el Señor habla de un fuego que
quema y que ha traído para encender el mundo. Si no hemos sospechado la
existencia de unos "bienes inefables", ¿cómo suspiraremos para alcanzar
las promesas? Si nuestro corazón se amasa a la medida de nuestro tesoro y este
no va más allá de aquel que se acumula en bolsas (o en cuentas bancarias) y que
está al alcance de los ladrones, ¿cómo podrá interesarnos lo que el Señor nos
promete, y que supera todo deseo? Las palabras de San Agustín vuelven a resonar
¡como tantas veces!: Nos has creado para
ti, Señor, y nuestro corazón no descansa hasta que no descanse en ti.
El Señor es nuestro punto de referencia: no caminamos
solos, tenemos además a los creyentes de ayer y de hoy, esa, digamos, maravillosa
nube ingente de testigos que nos
acompaña.
¿Pensáis que he
venido a traer al mundo la paz? ¡Duras palabras! Textos
como el del evangelio de éste domingo nos indican que el Reino de Dios va más
allá de todas las solidaridades humanas. Jesús no viene a dividir a las
familias, (¡naturalmente!) pero su llamada es más fuerte que los vínculos
familiares. El Señor viene a encendernos con su fuego, comparable a una pasión.
Y las pasiones siempre han originado divisiones entre los que no han quemado
con el mismo fuego. Pero la pasión que Jesús enciende es luminosa: los ojos de
la fe nos hacen ver la luz del Padre reflejada en la faz de Jesús.
Si hoy nos cuesta entender las palabras de Jesús quizá es
que nos está invadiendo una tibieza y una mediocridad que contribuye a que la
fe que vivimos y practicamos no sea ni atractiva ni interesante para nosotros
mismos y mucho menos para el entorno en el que vivimos y al que tenemos la
seria obligación de encender con el fuego del Señor ¿no valdría la pena
detenernos en esto un momento y pensarlo delante de Él?[1]■