XX Domingo del Tiempo Ordinario (C) 18.VIII.2013

Oh Dios, que has preparado bienes inefables para los que te aman...Escuchamos hace un rato en la Oración Colecta de la misa, una oración que expresa toda la tensión de nuestra vida, y es que si el amor de Dios no llena nuestros corazones, la fe no tiene sentido, y el cumplimiento resulta rígido y vacío, tan vacío y rígido como un cuadernito de cuadrícula en el que se van anotando las cosas buenas que se hacen a lo largo del día…

¿Qué puede significar, entonces, "amándote en todo y sobre todas las cosas"? En el evangelio el Señor habla de un fuego que quema y que ha traído para encender el mundo. Si no hemos sospechado la existencia de unos "bienes inefables", ¿cómo suspiraremos para alcanzar las promesas? Si nuestro corazón se amasa a la medida de nuestro tesoro y este no va más allá de aquel que se acumula en bolsas (o en cuentas bancarias) y que está al alcance de los ladrones, ¿cómo podrá interesarnos lo que el Señor nos promete, y que supera todo deseo? Las palabras de San Agustín vuelven a resonar ¡como tantas veces!: Nos has creado para ti, Señor, y nuestro corazón no descansa hasta que no descanse en ti.

El Señor es nuestro punto de referencia: no caminamos solos, tenemos además a los creyentes de ayer y de hoy, esa, digamos, maravillosa nube ingente de testigos que nos acompaña.

¿Pensáis que he venido a traer al mundo la paz? ¡Duras palabras! Textos como el del evangelio de éste domingo nos indican que el Reino de Dios va más allá de todas las solidaridades humanas. Jesús no viene a dividir a las familias, (¡naturalmente!) pero su llamada es más fuerte que los vínculos familiares. El Señor viene a encendernos con su fuego, comparable a una pasión. Y las pasiones siempre han originado divisiones entre los que no han quemado con el mismo fuego. Pero la pasión que Jesús enciende es luminosa: los ojos de la fe nos hacen ver la luz del Padre reflejada en la faz de Jesús.

Si hoy nos cuesta entender las palabras de Jesús quizá es que nos está invadiendo una tibieza y una mediocridad que contribuye a que la fe que vivimos y practicamos no sea ni atractiva ni interesante para nosotros mismos y mucho menos para el entorno en el que vivimos y al que tenemos la seria obligación de encender con el fuego del Señor ¿no valdría la pena detenernos en esto un momento y pensarlo delante de Él?[1]




[1] J. Totosaus, Misa Dominical 1989, n. 1

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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