El evangelio de hoy no resulta sencillo de comentar, y la pregunta de
entonces sigue siendo vigente: ¿Serán
pocos los que se salven?
Es importante situar bien la pregunta. Quienes preguntaban
entonces, pensaban que ellos se salvarían por simple el hecho de formar parte
del pueblo judío –el pueblo elegido, por cierto- mientras que los demás no
podrían salvarse. La respuesta del Señor indica que no basta ser miembros de un
pueblo (¡aún cuando se trate del pueblo de Dios!) sino que es preciso el
esfuerzo personal por vivir de acuerdo a la ley de Dios y en comunión con Él.
En otras palabras: resulta peligroso considerarse, digamos, con derecho a
salvarse[1].
Aquella manera de pensar sigue presente en algunos
cristianos e incluso, a veces, en el modo de hablar en la Iglesia: tenemos la
tentación de seguir pensando que nosotros somos los buenos y los que nos
salvaremos, y que los otros –me refiero a los no cristianos, a la gente de
ideologías y creencias diversas u opuestas- son los malos, los que difícilmente
se salvarán.
Hoy es un buen momento para reflexionar en el hecho de
que no basta confiar en que hemos comido
y bebido con Jesucristo, es decir, que hemos participado de la Eucaristía y
en los sacramentos, ni que Él haya enseñado
en nuestras plazas para alcanzar la salvación. Todo esto es sin duda muy
importante para quienes creemos en Él, pero no basta. Mejor dicho: de nada
sirve si no va unido con un vivir en sintonía de hechos con la ley de Dios. Al final, el Señor no responde si serían muchos o pocos
quienes se salvarán. Y con ello quizá está señalando la raíz del problema. De
hecho el Señor no responde a cuestiones como cuándo terminará el mundo ó cómo
será el cielo, y no lo hace porque su interés está en hablarnos del ahora, no
del después.
Si queremos participar de la plenitud de vida que Dios
quiere para todos, debemos empezar a vivirla hic et nunc, aquí y ahora. Lo que no vale es pretender comulgar
después con esta plenitud de vida y no intentar hacerlo ahora, a través del
esfuerzo, a menudo difícil a causa de nuestros pecados y nuestras debilidades
(Dios cuenta con ellos, por cierto). Este es quizá nuestro problema.
Lo que debemos hacer ahora, no lo que será después. Y
ésta debe ser también nuestra oración, la de hombres y mujeres que no sienten
que tienen el monopolio de la salvación, que se sientan a la mesa de Jesucristo
con el anhelo y la lucha de llegar algún día a la mesa del Reino. Una
oración que nos ayude a vivir ahora en comunión con Él para participar después
de la eterna plenitud ■