Toda la celebración de hoy tiene un color de
victoria y de esperanza que viene muy bien en medio de este mundo que a veces
sigue girando sin demasiadas perspectivas y confuso en muchos aspectos. Hoy los
cristianos celebramos la victoria de María, la Madre de Jesús y de la Iglesia,
y nos dejamos contagiar de su alegría. Así, esta fiesta de la Asunción es, en
primer lugar, una fiesta de la victoria de Cristo Jesús: Cristo Resucitado, tal
como nos lo presenta Pablo, es el punto culminante de la Historia de la
Salvación, del plan salvador de Dios. Él es la "primicia", el primero
que triunfa plenamente de la muerte y del mal, pasando a la nueva existencia. Después,
la Virgen María, como primera cristiana, como la primera salvada por Cristo,
participa de la victoria de su Hijo: es elevada también Ella a la gloria en
cuerpo y alma. Ella, que supo decir su sí
radical a Dios, que creyó en él y le fue plenamente obediente en su vida
Y también es una fiesta que presenta el
triunfo de Cristo y de su Madre hacia todos nosotros, a la Iglesia, y en cierto
modo a toda la humanidad: la virgen, como miembro de la familia eclesial,
condensa en sí misma nuestro destino. Su sí
a Dios fue en cierto modo en nombre de todos nosotros. El sí de Dios a Ella, glorificándola, es también un sí a todos nosotros: nos señala el
destino que Dios nos prepara a todos.
La Iglesia es una comunidad en marcha,
en lucha constante contra el mal: pero la Mujer del Apocalipsis, aunque
directamente sea la Iglesia misma, es también de modo eminente la Virgen María,
la Madre del Mesías y auxilio constante para la Iglesia contra todos los
dragones que luchan contra ella y la quieren hacer callar[1].
Hoy, al celebrar la victoria de María,
celebramos nuestra propia esperanza, porque como escucharemos en la misa "ella
es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; ella es
consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra"[2].
Hoy, y mirando a la Virgen, celebramos
la victoria. La Asunción nos demuestra que el plan de Dios es plan de vida y
salvación para todos y que se cumple, además de en Cristo, también en una de
nuestra familia. La Asunción es un grito de fe en que es posible esta
salvación. Es una respuesta a los pesimistas y a los perezosos. Es una
respuesta de Dios al hombre materialista y secularizado que no ve más que los
valores económicos o humanos: algo está presente en nuestro mundo, que
trasciende de nuestras fuerzas y que lleva más allá. El destino del hombre es
la glorificación en Cristo con Él y en Él.
Todo él, cuerpo y alma, está destinado
a la vida. Esa es la dignidad y futuro del hombre. Por eso en la Misa de hoy
pedimos repetidamente que también a nosotros, como a la Virgen María, nos conceda
"el premio de la gloria"[3],
y que "lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el
cielo"[4].
El Magnificat
de nosotros es la Eucaristía. Los domingos y los días como hoy, la comunidad
cristiana se reúne junto al altar y entona a Dios su alabanza y su acción de
gracias, y así como la Virgen rompió
a cantar el Magnificat, así nosotros
expresamos nuestra alegría y nuestra admiración por lo que Dios hace, en
cantos, en aclamaciones y, de manera especial en la Plegaria Eucarística. La
misa es ¡qué maravilla! Nuestra respuesta a la acción de Dios, nuestro
constante Magnificat ■