XVII Domingo del Tiempo Ordinario (C)


Nuevamente el tema de la oración vuelve a tomar fuerza este domingo. Es conmovedor el diálogo que sostiene Abrahán con Dios para tratar de lograr el perdón de Sodoma, la ciudad impura. Diálogo. Esta palabra es la clave para entender el significado y las exigencias de la oración cristiana. Si la oración no fuera más que un monólogo del hombre consigo mismo, no sería preciso orar, pero la plegaria auténtica es un diálogo consciente delante de Dios. Este diálogo surge desde la fe, la pobreza, la reflexión, el silencio y la renuncia del hombre[1].

Cuando oramos de verdad salimos de nosotros mismos para abandonarnos en Dios con ánimo generoso, con simplicidad inteligente, con amor sincero. Orar es pensar en Dios amándole, expresar verdaderamente la vida. La oración es camino de comunión con Dios, que nos lleva a la comunión y el diálogo con los hombres. La oración más que hablar es escuchar; más que encontrar, buscar; más que descanso, lucha; más que conseguir, esperar. Rezar es estar abiertos a las sorpresas de Dios, a sus caminos y a sus pensamientos, como quien busca aquello que no tiene y lo necesita. Así la oración aparece como regalo, como misterio, como gracia.

En el Evangelio, la parábola del amigo inoportuno nos recuerda que Dios se deja siempre conmover por una oración perseverante. Por eso la tradición orante de la Iglesia es una tradición de peticiones y súplicas, que manifiesta la actitud de abrirse confiadamente a la presencia, el consuelo, el apoyo y la seguridad que solamente pueden venir de Dios. Siempre la petición ha de estar unida a la alabanza y a la profesión de fe y amor en la esperanza.

Si el pasado domingo, el evangelio nos proponía como necesaria la actitud contemplativa de María, la hermana de Lázaro, el de hoy nos regala la enseñanza de Jesús sobre la oración, hagamos nuestra, pues la entrañable petición de los apóstoles: Señor, enséñanos a orar, porque si nos ponemos a la escuela de oración de Jesús el primer descubrimiento que haremos es que Jesús no es un legislador que imponga la obligación de orar u ordene el tiempo y el modo de hacerlo. Lo primero y fundamental de la doctrina de Jesús sobre la oración es anunciarnos que Dios no es simplemente Dios sino que es el Abba, es decir, es alguien que está pendiente de nosotros, que está esperando que le dirijamos una palabra o una mirada –como diría Santa Teresa-. Exactamente, como el mejor de los padres está volcado hacia su hijo pequeño.

Si recibimos esta buena noticia, todo discurso sobre la oración cristiana tiene que comenzar anunciando que la oración es posible, que siempre es posible porque el encuentro no depende de nosotros sino de la constante voluntad del Padre que quiere salir a nuestro encuentro. Haz la prueba. Busca un momento de soledad y silencio interior, repite pausadamente las palabras del Padrenuestro pero diciéndoselas al Padre. Deja que resuene en tu corazón todo su significado y hazlo con la seguridad de ser escuchado que nos garantiza lo que nos dice hoy Jesús en la parábola del evangelio. Independientemente de lo que sientas, ya has tenido un encuentro de oración. El Padre te ha escuchado


[1] Interesante resulta el Diálogo, obra de Santa Catarina de Siena, escrito durante cinco días de éxtasis religioso, del nueve al catorce de octubre de 1378; consta 26 Oraciones y 381 cartas. 

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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