XVI Domingo del TIempo Ordinario (C)


El viernes en la noche fui a oír a tocar a mi buen amigo José Luis Altamirano[1],  tenía siete años que no lo escuchaba en vivo y en todo éste tiempo no ha hecho sino componer y tocar mejor, cada vez mejor. Al volver, en el silencio de la carretera, pensaba qué decir en éste mi primer domingo en mi nueva comunidad parroquial[2]. Para variar, José Luis y su música (José Luis y su manera de componer y de tocar, mejor dicho) me ayudan, ¡como tantas veces! A preparar mi homilía…

La mayoría de la gente, incluidos los propios cristianos, comprendemos y admiramos la labor humanitaria que desarrollan las órdenes religiosas dedicadas a la educación y a la atención de enfermos, huérfanos, desamparados, desahuciados, y un largo etcétera, pero muchos (empezando por los cristianos) se muestran perplejos y no acaban de comprender a las órdenes religiosas entregadas a la vida contemplativa y de oración y silencio, como María, la hermana de la agitada Marta en el evangelio de hoy.

La seducción de una cultura profundamente utilitarista y materialista, favorecen todo tipo de prejuicios al respecto. ¿Para qué sirve que hayan unos miles de personas, monjes y monjas, que vivan ocultos en silencio, dedicados a tiempo completo a la oración? Esa gran mayoría, de mentalidad científica, técnica, práctica y pragmática, también tienen serias dificultades para entender a los poetas, a los filósofos, a los niños, a los románticos ¡a los músicos! –como José Luis- y a los que nos sentimos remitidos a Dios al ver la naturaleza. “¿Para qué sirven?”, “¿Qué beneficio reportan?”, ¿Se les cuenta en los censos?”. Vamos a ser honestos: hemos sido absorbidos y masificados en la sociedad del consumo, y nuestra mayor ilusión muchas veces es ganar cada vez más dinero para comprar más: más casas, más coches, más moda, más engaños para rejuvenecer. Vivimos para consumir ¿no hemos convertido el mundo en un inmenso supermercado en el que todas las cosas tienen un precio y una utilidad, incluso nuestra fe? Sólo apreciamos lo que se puede comprar y vender. Y así lo inapreciable, lo que más vale porque no se puede comprar con dinero, lo despreciamos y dejamos al lado…por inútil[3].

¿Para qué sirven los cielos, los mares, los bosques, las montañas, los animales de todo tipo? Interesa sólo la carne para comer o las pieles para vestir, pero se desprecian todos los animales y plantas que no se pueden "comercializar", es decir, vender y comprar. Interesa la madera de los árboles o los minerales del subsuelo que son susceptibles de explotación. ¿Para qué sirven tantos millones de estrellas inalcanzables? ¿Para qué las aguas de los océanos? ¿De qué sirve un hombre que se entrega al piano con pasión y alegría? Estas preguntas interesadas, utilitarias, atrofian lo mejor del hombre: su capacidad de admiración, de asombro, de contemplación de Dios y su creación.

Hoy por hoy, hermano mío, hermana mía, no buscamos tiempo para salir a contemplar las maravillas de la naturaleza, tiempo para callar y llenarse de gozosa contemplación ante el espectáculo del sol, las estrellas, los árboles, las hierbas y flores, las aves y los insectos; el horizonte sin fin, el azul del cielo, el verde del mar, la sinfonía de colores de la creación. No nos detenemos a escuchar la música y con ella, a hacer oración, por eso es qu explotamos aniquilamos, agotamos, estropeamos y degradamos lo más maravilloso, lo que se ofrece a todos sin distinción de clase, de nación, de nivel de renta, de nivel cultural...

Hay una infinita variedad de placeres y gozos menospreciados por el mero hecho de que no se pueden comprar y vender. No es extraño, por lo tanto, que no se comprenda la vida contemplativa: nos hemos inventado un sistema de vida consumista. Nos conformamos con comprar y tener y nos perdemos el espectáculo impresionante de un mundo lleno de maravillas.

Afortunadamente sobran las religiosas y religiosos contemplativos, como sobran los músicos, los poetas y los pensadores, que necesitan muy poco para disfrutar en un mundo sorprendente y maravilloso. Anoche que oía a José Luis entendí todo esto. Él y el piano se hacen uno mismo, y se entregan (sic) a los demás, a los que le escuchamos, de una manera maravillosa. ¡Qué corazón tan generoso y tan grande tiene éste amigo mío! Anoche pensaba también que si un día fallan los poetas y los que rezan y cantan –los contemplativos- ése día el hombre habrá dado el primer paso de regreso hacia sus antepasados los primates. Ese día habrá terminado la evolución y dará comienzo la involución, se pondrá punto al progreso y se iniciará el regreso y la deshumanización.

Gracias, querido José Luis, por tu música y tu cariño; gracias sobre todo por Inspiración, por tus palabras a la mitad del concierto; gracias por la lección de anoche, gracias por ayudarme a entender la importancia de la contemplación, la valía de los hombres y mujeres que han dedicado su vida al silencio y a la oración; gracias por ser una de ésos poetas que, con tu música, nos haces pensar en el amor y, sobre todo en el Amor


[2] El Sr. Arzobispo de San Antonio, Mons. Gustavo García-Siller, me pidió recientemente que dejara mi querida comunidad de St. Vincent de Paul para venir a trabajar en el Seminario de la Arquidiócesis y en una nueva comunidad parroquial: San Francesco di Paola. Este es mi primer domingo como párroco en éste nuevo  nombramiento.
[3] Cfr. L. Betes, Dabar 1989, n. 38

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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