Creer profundamente que Dios
existe, que es del Dios único, verdadero y vivo al que le entregamos nuestra
vida, debe implicar, con un mínimo de lógica, la necesidad de callarnos para
escucharle, la necesidad de recogernos para buscarle, la necesidad de
adecuarnos en intención o en acto a lo que prescribe para adorarle. Porque, a
través de todas las situaciones vitales, la oración conserva lago profundamente
específico: la relación entre un hombre y su Dios. Una relación que es amor. Pero
para todos los que son llamados, independientemente del tipo de llamada que
reciban, a entregarse a sí mismos a Dios, la oración será siempre un
sacrificio, en mayor o menor medida. La oración se parece a lo que tienen de
sacrificio el celibato querido, la pobreza querida o la obediencia querida:
forman un todo. Por eso, la oración debe tener un tiempo reservado para sí
misma. Sin este tiempo de oración, el resto del tiempo se tornará vacío y como
separado de Dios. Un tiempo que no debe ser el tiempo sobrante, sino un tiempo
que deja lo útil por algo mucho más útil. (…) ■ Madeleine Delbrêl, Las comunidades según el Evangelio, PPC,
Madrid, 1998, pp- 160.161; 174.175.176