Jesús va de camino a Jerusalén, la ciudad donde terminará su vida y su
misión. También nosotros vamos de camino por la vida. ¿Hacia dónde? Como los
judíos, también tenemos una respuesta aprendida, pero quizá no muy bien asumida.
Sabemos que la vida es el camino hacia el cielo, por eso tiene sentido aquella
pregunta del doctor de la ley: ¿Qué hacer para alcanzar la vida eterna? Sin
embargo aquella, más que una pregunta, era una trampa: como doctor de la ley
debía saber la respuesta. Por eso Jesús no le responde directamente sino que lo
hace con otra pregunta: ¿qué está escrito
en la ley? Y aquel hombre, comprometido, responde de cantadito lo que había oído muchas veces: amarás al Señor, tu Dios, y al prójimo como a ti mismo, para
terminar con otra pregunta aún más comprometedora: ¿y quién es mi prójimo?
Preguntar por el prójimo es un pretexto para justificar
nuestra despreocupación por él. Porque todos somos compañeros de viaje y, por
tanto, todos somos prójimos unos de otros. Eso es lo que Jesús quiere dejar
claro. Por eso recurre a una parábola, la del buen samaritano. Allí no se
teoriza sobre el prójimo: el prójimo es todo el que va de viaje con nosotros:
todos somos caminantes, peregrinos –viators-
y vamos a la misma meta.
El hombre de la parábola no tiene nombre, ni
nacionalidad, ni cargo, porque ese hombre somos todos, podemos ser todos. De
hecho, hay muchos –demasiados- hombres en la cuneta de la vida. Las
estadísticas que tratan de evaluar el número de pobres, de marginados, de discriminados,
nos dan los datos de hombres y mujeres que están en la cuneta de la vida, y el
que atiende a su hermano, la que atiende a su hermano, ése es el buen
samaritano. No importa ni la ideología, ni la nacionalidad ¡ni siquiera la
religión! Aquí lo que importa es el amor a los otros.
El samaritano era odiado por los judíos, porque era
extranjero, porque era de otra clase, de otra cultura, de otra religión,
distinto. Nosotros mismos, los cristianos, presumimos de algo tan maravilloso
como el evangelio, pero ¿qué hacemos? ¡Cuántos rodeos para no atender a los
necesitados! ¡Cuánta doctrina social de la Iglesia y qué poca Iglesia aplicada
a ponerla por obra!
El Señor deja en claro dos cosas: que todos somos
compañeros, prójimos, porque todos vamos por el mismo camino, y que todos
deberíamos comportarnos como buenos compañeros, como el buen samaritano. Sobran
pretextos para caminar en grupitos y encerrarnos en el corral de nuestros
prejuicios religiosos, nacionalistas, regionales, partidistas, clasistas, etc.
Por encima de todo lo que nos diferencia (lengua, religión, cargo público,
jerarquía, nación, sexo...), hay algo, lo único importante, que nos hace
iguales: todos somos personas, hijos de
Dios. Por eso deben prevalecer el amor y la solidaridad por encima de
cualquier otra consideración.
En menos palabras: todos vamos a la casa del Padre,
aunque nuestra túnica sea de distinto color ■