Jesús, Buen Samaritano,
tú curaste mis heridas,
tú me sanas, tú me cuidas,
tú, mi Dios y dulce hermano.

Que no fue el Levita aquel,
el que, viéndolo al pasar,
se acercara hasta el caído
para poderle auxiliar.
Ni tampoco el Sacerdote,
un ministro del altar,
quien sintiera en sus entrañas
compasión y caridad.

Porque fue un samaritano,
gentes dignas de evitar,
quien le curó las heridas
y le llevó al hospital.
Y le dijo al hospedero:
cuídalo, a mi cuenta va;
y gasta lo que haga falta
que yo lo voy a pagar.

Herido, muy malherido,
yo te vengo a suplicar:
solo estoy, que los que pasan
no se han dignado parar.
Me hacen llorar las heridas,
mucho más mi soledad;
en tu corazón divino,
busco, Jesús, un hogar.

Busco bálsamo y caricia,
que el amor puede sanar,
y solo amor y ternura
es tu santa humanidad.
Jesús misericordioso,
tú nos viniste a enseñar
que amar al necesitado
es amarte a ti en verdad
P. Rufino Mª Grández, ofmcap,

Puebla, 9 julio 2010

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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