La idea del infierno con su fuego eterno tiene
su origen en un valle que estaba fuera de la muralla sur de la antigua
Jerusalén y se extendía desde el pie del Monte Sión hasta el valle de Cedrón,
al este, ahí se encontraban los estercoleros de la ciudad. El humo perenne de
la basura que allí se quemaba fue el trampolín para el nacimiento (teológico)
de la imagen del infierno. Y con la amenaza del fuego eterno se han intentado
arreglar muchas cosas en la Iglesia Católica. Desde pequeños nos habituaron a
este fuego; con él se nos asustaba y forzaba a abandonar las malas obras a fin
de no caer en ese terrible castigo, patentado por un Dios, antes que padre,
justiciero terrible.
Así,
a base de oír hablar del fuego eterno, los católicos hemos tenido en algún
momento el corazón encogido y un miedo a ciencia, a la razón y a la libertad. Históricamente
se llegó incluso a recomendar la ignorancia como el mejor camino para no caer
en herejías: ¡Oh cuánta filosofía, /
cuánta ciencia de gobierno, / retórica, geometría, / música y astrología, /
camina para el infierno!, cantaba el poeta. La ciencia, la razón, la investigación
eran los mejores conductores hacia lo más profundo de un abismo donde el fuego
quemaría –maravilla de maravillas- por siempre sin consumir.
Sin
embargo, sin quitarle la importancia que tiene porque la fe nos enseña que es
real, el fuego del infierno se parece más al fanatismo e intolerancia en que
hemos estado sumidos los católicos por tantos años, ese fanatismo e
intolerancia de los que solamente nos veremos libres a base de una fe que busca
entender (Fides quaerens Intellectum[1]),
el ordenado uso de la razón, la ciencia, la comprensión, el pluralismo, la
aceptación del otro y el respeto mutuo, ¡la lectura pausada y atenta de la historia!... Conscientes de que no hay nada más que
un absoluto –Dios-, los católicos podríamos estar mucho más abiertos al diálogo
y a la comprensión.
Fanatismo e intolerancia distan años luz
del evangelio, exigente al máximo, pero no intransigente; que invita, pero no
impone; que ofrece, pero no fuerza; que anima, pero no violenta.
En
el evangelio de este domingo el Señor corta por lo sano el brote de fanatismo
de sus discípulos[2]. Para él
–para Jesús- quedaban atrás los tiempos de Elías, profeta que fulminaba con
fuego del cielo y rayos a los enviados del rey[3],
o que degollaba a los profetas de Baal, en nombre del Señor, Dios único,
soberano e intransigente[4].
También ésos tiempos han pasado para nosotros, sin embargo en algunos momentos
de la historia olvidamos la enseñanza del Maestro y participamos así de
episodios tan vergonzosos como la Inquisición, la propagación de la imagen de
Santiago Matamoros, el fuera de la
Iglesia no hay salvación de san Cipriano de Cartago que tantos quebraderos
de cabeza ha traído (por lo mal que se ha entendido) y tantas cosas más[5].
Es
momento de volver los ojos al evangelio y contemplar con detenimiento a un Jesús
que siempre tiene tiempo para dialogar con todos, que busca lo positivo en cada
situación, y partir de esa contemplación, de esa reflexión personal, acabar con
actitudes fanáticas y estériles que hacen del mundo un infierno ■
[1]
San Anselmo de Canterbury O.S.B. (Aosta, 1033 - Canterbury, 1109) inaugura en
filosofía lo que se llamará la escolástica, periodo que fructificará en las Summae y en hombres como Buenaventura,
Tomás de Aquino y Juan Duns Scoto. Su formación agustiniana, común en el
medioevo, le acercará a su intuición filosófica más característica: la búsqueda
del entendimiento racional de aquello que, por la fe, ha sido revelado. En el
sentir de Anselmo, no se trata de remover el misterio de los dogmas, ni de
desacralizarlos; tampoco significa un vano intento de comprenderlos en su
profundidad, sino tratar de entenderlos, en la medida en que esto es posible al
ser humano. (Proslogio, capítulo 1).
[2]
Cfr. Lc 9,51-53.
[3]
Cfr. 2 Re 1,10-12.
[4]
Cfr. 1 Re 18
[5]
El Catecismo de la Iglesia Católica en el n. 846 lo explica así: “¿Cómo
entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia?
Formulada de modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza
por la Iglesia que es su Cuerpo: El santo Sínodo... basado en la Sagrada
Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria
para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación
que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con
palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al
mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el
bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que sabiendo que
Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la
salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella (LG 14)”.