XI Domingo del Tiempo Ordinario (C)


Son muchos los que en nuestros días han abandonado toda comunicación con Dios, muchos los que ya no se hacen preguntas sobre sí mismos y la vida eterna y sólo viven (¿vivimos?) distraídos únicamente por la vida pequeña y fragmentaria de cada día. Y cuando se los escucha atentamente, se descubre con frecuencia que la religión que abandonan y rechazan es algo que ha sido vivido como una carga y no como liberación. Quizá ahí está el quid de todo. Dios está todavía en el fondo de muchas conciencias como un ser amenazador y exigente que hace más incómoda la vida y más pesada la existencia, el “Dios cuentachiles”, que decía don Teofilito. Un Dios vigilante, que impone obligaciones duras y difíciles y amenaza con castigos oscuros e inexplicables. Se diría que son bastantes los que, sin atreverse a confesarlo abiertamente, desearían que Dios no existiera, así se podría vivir con más libertad y más gozo, disfrutando de la vida con más espontaneidad, libres por fin de amenazas y coacciones eternas. Dios no ha sido ni es para muchos buena noticia, o liberación o sanación; ni la religión ha sido gracia, alivio, fuerza y alegría para vivir.

Y sin embargo, si hay algo esencial en el cristianismo es la fe en un Dios que quiere únicamente el bien, la felicidad del hombre. Un Dios que es «Anti-mal»[1], que dice un no radical a todo lo que provoca el dolor y la desintegración del ser humano.

Cualquier lectura del evangelio que lleve a los hombres a la angustia, la desesperanza, el agobio y la neurosis, es falsa. Sí, querido lector, si ya te revolviste inquieto en la silla, lo repito: Cualquier lectura del evangelio que lleve a los hombres a la angustia, la desesperanza, el agobio y la neurosis, es falsa. Lo mismo la predicación de nosotros, sacerdotes: si lleva a las almas a sentirse angustiadas o agobiadas, es falsa y es traicionera.

Todo lo que impida ver a Dios como gracia, liberación, perdón, alegría y fuerza para crecer como seres humanos, es, de alguna manera, falso. Todo lo que debilita, entristece y esclaviza al hombre no viene de Dios.

En Jesús, Dios y Señor de la historia y de la humanidad, se nos ha revelado que Dios no es destructor de la vida y la felicidad, sino Amor a la vida y Amor al hombre. Él está siempre del lado del hombre frente al mal que oprime, desintegra y deshumaniza. Por esto, está siempre del lado del perdón.

Y por eso también el creyente que ha entendido a Jesús, no desespera ante su propia fragilidad y pequeñez. Y tampoco niega su culpa para echársela cómodamente a los otros. Sabe asumir su propia responsabilidad y confesar su pecado y su mal, porque se sabe perdonado.

La Iglesia, que ha cometido errores enormes y se ha manchado las manos con sangre inocente en muchos momentos de la historia, ha pedido públicamente perdón y ha hecho públicamente penitencia. Lo mismo muchas instituciones que forman parte de la Iglesia. Otras muchas, no; siguen (¿seguimos?) viviendo en una enorme arrogancia y una soberbia grande grande...

El mensaje de éste domingo es sencillo: es un regalo poder escuchar en el fondo más íntimo de la propia conciencia las mismas palabras que Jesús dirigió a aquella mujer: tú fe te ha salvado. Vete en paz[2]. La experiencia del perdón –que no es otra cosa que la abundancia del la misericordia de Dios- es lo único ¡lo único! capaz de mantener la esperanza en el mundo


[1] La idea es de E. Schillebeeckx, quizá el teólogo neo-modernista de mayor influjo en la segunda mitad del siglo XX.
[2] Cfr. Lc 7,36-50.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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