Son muchos los que en
nuestros días han abandonado toda comunicación con Dios, muchos los que ya no
se hacen preguntas sobre sí mismos y la vida eterna y sólo viven (¿vivimos?) distraídos
únicamente por la vida pequeña y fragmentaria de cada día. Y cuando se los
escucha atentamente, se descubre con frecuencia que la religión que abandonan y
rechazan es algo que ha sido vivido como una carga y no como liberación. Quizá
ahí está el quid de todo. Dios está
todavía en el fondo de muchas conciencias como un ser amenazador y exigente que
hace más incómoda la vida y más pesada la existencia, el “Dios cuentachiles”,
que decía don Teofilito. Un Dios vigilante, que impone obligaciones duras y
difíciles y amenaza con castigos oscuros e inexplicables. Se diría que son
bastantes los que, sin atreverse a confesarlo abiertamente, desearían que Dios
no existiera, así se podría vivir con más libertad y más gozo, disfrutando de
la vida con más espontaneidad, libres por fin de amenazas y coacciones eternas.
Dios no ha sido ni es para muchos buena noticia, o liberación o sanación; ni la
religión ha sido gracia, alivio, fuerza y alegría para vivir.
Y
sin embargo, si hay algo esencial en el cristianismo es la fe en un Dios que
quiere únicamente el bien, la felicidad del hombre. Un Dios que es «Anti-mal»[1],
que dice un no radical a todo lo que
provoca el dolor y la desintegración del ser humano.
Cualquier
lectura del evangelio que lleve a los hombres a la angustia, la desesperanza,
el agobio y la neurosis, es falsa. Sí, querido lector, si ya te revolviste
inquieto en la silla, lo repito: Cualquier lectura del evangelio que lleve a
los hombres a la angustia, la desesperanza, el agobio y la neurosis, es falsa.
Lo mismo la predicación de nosotros, sacerdotes: si lleva a las almas a
sentirse angustiadas o agobiadas, es falsa y es traicionera.
Todo
lo que impida ver a Dios como gracia, liberación, perdón, alegría y fuerza para
crecer como seres humanos, es, de alguna manera, falso. Todo lo que debilita,
entristece y esclaviza al hombre no viene de Dios.
En
Jesús, Dios y Señor de la historia y de la humanidad, se nos ha revelado que
Dios no es destructor de la vida y la felicidad, sino Amor a la vida y Amor al
hombre. Él está siempre del lado del hombre frente al mal que oprime,
desintegra y deshumaniza. Por esto, está siempre del lado del perdón.
Y
por eso también el creyente que ha entendido a Jesús, no desespera ante su
propia fragilidad y pequeñez. Y tampoco niega su culpa para echársela
cómodamente a los otros. Sabe asumir su propia responsabilidad y confesar su
pecado y su mal, porque se sabe perdonado.
La
Iglesia, que ha cometido errores enormes y se ha manchado las manos con sangre
inocente en muchos momentos de la historia, ha pedido públicamente perdón y ha
hecho públicamente penitencia. Lo mismo muchas instituciones que forman parte
de la Iglesia. Otras muchas, no; siguen (¿seguimos?) viviendo en una enorme
arrogancia y una soberbia grande grande...
El
mensaje de éste domingo es sencillo: es un regalo poder escuchar en el fondo
más íntimo de la propia conciencia las mismas palabras que Jesús dirigió a
aquella mujer: tú fe te ha salvado. Vete
en paz[2].
La experiencia del perdón –que no es otra cosa que la abundancia del la
misericordia de Dios- es lo único ¡lo único! capaz de mantener la esperanza en
el mundo ■