V Domingo de Pascua (C)



Qué mucho (sic) se habla del amor y qué mucho (sic) se falsea su contenido. Hoy tenemos revistas de amor, canciones de amor, películas de amor, citas de amor, cartas de amor, técnicas para hacer el amor... Pero, ¿qué es el amor? ¿Cómo se vive y se alimenta?

No hay que detenernos mucho para entender que las cosas a las que hoy llamamos «amor» no lo son en realidad, son más bien formas de desintegrar el verdadero amor. Hay quienes llaman amor al contacto fugaz y trivial de dos personas que se «disfrutan» mutuamente vacías de ternura, afecto y mutua entrega. Para otros, amor no es sino una hábil manera de someter a otro a sus intereses ocultos y sus satisfacciones egoístas. No pocos creen vivir el amor cuando sólo buscan en realidad un refugio y un remedio para una sensación de soledad que, de otro modo, les resultaría insoportable. Bastantes creen encontrar el amor en una relación satisfactoria donde la mutua tolerancia y el intercambio de satisfacciones los une frente a un mundo hostil y amenazador.

Vivimos en un mundo y en concreto en una sociedad donde se corre con frecuencia tras ese (terrible) ideal descrito por A. Huxley del hombre bien alimentado, bien vestido, sexualmente satisfecho y con posibilidad de divertirse intensamente[1]. Hoy, los hombres compran cosas hechas a los mercaderes, pero como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos[2]…  

¿Qué hacer? Los creyentes hemos de poner atención una vez más a las palabras del Señor: La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros[3] porque estamos llamados a distinguirnos no por un saber particular, por una doctrina, ni por la observancia de unos ritos o unas leyes o unas normas. Nuestra verdadera identidad y distintivo se basa en nuestro modo de amar. Ahí está el quid de todo. El mundo, la sociedad, los vecinos, los compañeros de trabajo deben reconocernos por nuestro estilo de amar, que tiene como criterio y punto de referencia el modo de amar de Jesús, un amor que da absolutamente todo a cambio de nada. El nuestro debe ser un amor desinteresado, que sabe acoger y ponerse al servicio del otro, sin límites ni discriminaciones. Un amor que sabe afirmar y defender la vida, el crecimiento, la libertad y la felicidad de los demás[4], un amor que considera el respeto como un valor fundamental, pero no absoluto pues llevado al absurdo implicaría respetar la vida de la bacteria del cólera, las opiniones raciales de Hitler o el derecho del ladrón a ejercer su profesión[5].

Esta es la tarea gozosa del creyente en esta sociedad donde se falsifica tanto el amor. Esta es la llamada de éste domingo –ya el quinto del tiempo de Pascua-: desarrollar nuestra capacidad de amar siguiendo el estilo de Jesús.

Adentrándonos en éste camino, bajo la guía del Señor y del Magisterio descubriremos que sólo el amor hace que la vida merezca ser vivida, que sólo desde el verdadero amor es posible experimentar la gran alegría de vivir y que al atardecer de la vida seremos juzgados en el amor[6]




[1] Un mundo feliz (Brave New World en inglés arcaizante, literalmente «magnífico [o maravilloso] nuevo mundo») es la novela más famosa del escritor británico Aldous Huxley, publicada por primera vez en 1932. El título tiene origen en una obra del autor William Shakespeare, La tempestad, en el acto V, cuando Miranda pronuncia su discurso:

¡Oh qué maravilla!
¡Cuántas criaturas bellas hay aquí!
¡Cuán bella es la humanidad!
¡Oh mundo feliz,
en el que vive gente así!

La importancia del libro en la vida de Huxley lo llevan a escribir más adelante un libro de ensayos y consideraciones relativas bautizado como Retorno a Un Mundo Feliz, (Return to Brave New World), donde aborda detalladamente los diferentes problemas socio económicos que dieron impulso a la creación de su novela futurista.
[2] A. de St. Exupery, El Principito, Cap. XXI.
[3] Cfr. Jn 13, 31-33a. 34-35.
[4] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 291.
[5] La idea es de mi buen y gran amigo Wenceslao Renovales.
[6] San Juan de la Cruz. 

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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