III Domingo de Pascua (C)



Pedro, pescador en aguas galileas, el de las tres negaciones en el Patio del Pontífice... ¡quién te ha visto y quién te ve!: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (…) Vosotros le matasteis. Salieron contentos de haber sido ultrajados por el nombre de Jesús. ¿Es posible? ¿Es el mismo Pedro? Realmente es un hombre nuevo. Está de por medio la sabia pedagogía del Maestro: ir haciendo de Simón roca firme de la Iglesia que nace. Está de por medio la humillación del pecado, el encuentro con el Señor Resucitado y la promesa ratificada con el perdón de los pecados[1]. 

Es el Señor, dice Juan; y hay luego un diálogo sublime de amor tan humilde como sincero: Tú lo sabes todo… El desenlace lógico hubiera sido: "Mira, Simón; tú, de Roca, nada; voy a buscar alguien que no tenga miedo". Pero la originalidad de Dios es la fidelidad que permanece: Apacienta mis ovejas.

Sacaste mi vida del abismo; me hiciste revivir cuando ya bajaba a la fosa... cambiaste mi luto en danzas canta el Salmo con Jesús Resucitado, y cantan Pedro y todos lo que no han hecho de la Resurrección historia de archivo o motivo de disertaciones filosófico-teológicas..

Llamamos a Jesús Maestro y decimos bien, porque lo es. Escuela divina, sin libros gruesos, ni profusión de papeles, muy aptos –es verdad- para ilustrar la Fe, pero ineptos para despertarla. Aquí están doce catequistas, formados a golpe de historia vulgar de cada día –ilusiones, cansancio, crisis, virtudes, pecados, esperanzas, frustraciones- iluminada por la Palabra y los Signos del Maestro. ¡Cuántas veces se han quemado a sacerdotes jóvenes (y algunos maduros) lanzados a misiones diversas (siempre a dar la vida) sin una experiencia, seria e iluminada, de la propia debilidad, del perdón y de la fuerza de la Resurrección! Traían su buena voluntad, su juventud buscadora, sus valores humanos ciertos, pero  traían también el lastre de una naturaleza que se escandaliza de la Cruz, invariablemente presente en la aventura: fracasos, desilusiones, rutina, soledad o persecución...

La comunidad de Jesús la constituyen aquéllos que anónimamente conservan la sensibilidad para reconocerlo y confesarlo en medio del mar del mundo, como Juan y Pedro. La Iglesia, aunque jerárquica, no se basa en la autoridad, sino en la enorme capacidad creyente de la comunidad anónima. Sin la fe de la comunidad no sería posible el encargo de Pedro. Por eso, su autoridad es ejercida en la modestia y en el servicio a esa comunidad, que capta a Jesús en el mar del mundo. Y, sin embargo, a Pedro se le ha confiado una misión dentro de esa comunidad que todos debemos reconocer y agradecer.

Al final del relato evangélico vemos a Jesús que prepara la mesa para la comunidad de sus hermanos Es la tarea del Resucitado: congregar a los discípulos, animar a los desfallecidos con el don del Espíritu, alimentar a los que han hecho la experiencia de su radical debilidad con el pan y los peces de su Presencia. Él ha inaugurado el Reino y lo deja ver en la fraternidad de los discípulos. Por eso la experiencia pascual con la donación del Espíritu hace aparecer la Iglesia. Y en la celebración de la Eucaristía se congrega y se alimenta la comunidad de la iglesia.

El Señor nos conceda que los que nos hemos gozado en este encuentro con Él, llenemos nuestro mundo con la buena noticia de su mensaje y así hagamos presente su Reino




[1] M. Flamarique V, Escrutad las Escrituras. Comentarios al Ciclo C,  Desclee de Brouwer, BILBAO 1988, p. 7.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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