Cuando aquella mujer levanta los ojos, ve a uno que la mira de una
manera distinta a los otros. Jamás había visto a un hombre observándola así. Hasta
ahora sólo había experimentado la mirada de deseo, y la de codicia. Esta vez
experimentaba también la mirada de condena por parte de los fariseos. Aquel día
sus ojos se cruzan con los de un hombre que ve en ella no un objeto de placer
ni un blanco para las piedras de una sentencia cruel… Qué duda cabe: caridad
comienza por la mirada.
Simone Weil solía decir que una de
las verdades fundamentales del cristianismo (verdad con demasiada frecuencia
desconocida) es ésta: lo que salva es la mirada[1].
Aquella mujer –la adúltera le ha llamado la tradición- como Zaqueo, debe la
propia salvación a la mirada. La mirada de Cristo es, en cierto sentido,
creadora. Llama a una persona a la existencia; despierta su ser auténtico,
real. La mirada del Señor enfrentaba al deshonesto, al canalla. La mirada del
Señor quería y quiere sacar a la luz lo mucho bueno, lo mejor que hay en cada
persona. Es, pues la de Jesús, una mirada reveladora, porque muestra al hombre
mismo sus posibilidades, su verdadera dimensión.
Veinte siglos después la
invitación es la misma: nuestra mirada debe ser, ante todo, libre. Solamente
una mirada libre representa una llamada a la libertad. Libre porque ha echado
abajo la cárcel del propio egoísmo, de la propia comodidad, de la propia
indiferencia, de los propios intereses, para abrirse al otro en actitud de
acogida, de simpatía, de discreción, de cordialidad, de delicadeza y benevolencia.
Libre de las lentes deformantes de los prejuicios, de las prevenciones, de las
sospechas, de la desconfianza. Libre de cualquier instinto de separación y de
discriminación: “éste sí me interesa; tú, no. Este me gusta; tú, no; este
resulta simpático; tú. no! Ese tiene formación y tono humano; tú, no”.
También una mirada indiferente
puede ser homicida. Una mirada de
indiferencia tiene la capacidad de borrar a una persona. Una mirada libre es
una mirada que no se limita a tocar superficialmente a las personas que
encuentra. No es una mirada rápida. No es huidiza. Sabe pararse y acoger.
Acoger, pero no forzar.
Así, es necesario que cada mañana purifiquemos
nuestra mirada, ¡qué hermoso lo dice la Liturgia de las Horas: Libra mis ojos de la muerte /dales la luz
que es su destino / Yo, como el ciego del camino, pido un milagro para verte. Se trata de rejuvenecerla,
reencontrando la capacidad de asombro, de sorpresa y de maravilla que hace
nuevas las todas cosas y les devuelve el gusto del descubrimiento del otro; una
mirada atenta al otro, capaz de ver al otro como yo quisiera ser visto.
…Solamente con una mirada limpia y
purificada las piedras comenzarán a caer de nuestras manos[2]
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[1]
Simone Weil (1909-1943) fue una filósofa francesa; todas sus obras aparecieron después de su
muerte, editadas por sus amigos. Desde entonces, ha atraído la atención
creciente de literatos, filósofos, teólogos, sociólogos y lectores corrientes
por su ética de la autenticidad y la rara combinación de lucidez, honestidad
intelectual y desnudez espiritual de su escritura.
[2] A. Pronzato, El Pan del Domingo. ciclo C. Edit.
Sígueme, Salamanca, 1985, p. 57.