Es estremecedor el sufrimiento y el dolor que se acumulan hoy
en el mundo, un sufrimiento y un dolor que destruyes día a día a hombres y
mujeres nacidos para la vida y la felicidad.
Las cifras son aterradoras (y no hace falta mencionarlas aquí). Y ése dolor y
ése sufrimiento suceden ante los ojos mismos de Dios. No es extraña, pues, la
queja dolorida y acusadora: ¿Dónde está
Dios? ¿Quién es? ¿Por qué se calla? ¿Por qué no hace nada?
Es cierto que estas quejas proceden, con frecuencia, no
de los mismos que sufren los horrores de una vida inhumana, sino de nosotros: los
espectadores saturados de bienestar que sólo conocemos ese sufrimiento a través
del televisor o las estadísticas, o anualmente, a través de ¡ay infeliz
expresión! “visitas a pobres” o de las célebres mega-misiones… Pero la queja no es por ello menos verdadera: ¿Dónde
está Dios? ¿Qué dice ante el sufrimiento
de todos y cada uno de los hombres?
Dios no ha respondido con bellas palabras ni hermosas
teorías sobre el dolor. Sencillamente ha compartido desde dentro el drama
humano y ha sufrido con nosotros. Por lo tanto, si queremos conocer la
respuesta de Dios al sufrimiento de los hombres, la tenemos que descubrir en el rostro infamado y torturado
de un crucificado que «ha muerto tras un
misterioso grito lanzado al cielo pero no contra el cielo» (L. Boff), de
la contemplación de su Pasión que hoy, domingo de Ramos, vamos a iniciar.
Desde aquella tarde de Viernes Santo, el dolor no es
signo de la ausencia de Dios. También en el dolor absurdo y en el sufrimiento
cruel y destructor está Dios. En los momentos de máximo absurdo, impotencia,
abandono, soledad y vacío ¡Dios está
ahí! Al lado del hombre, solidario con el que sufre, afectado también él
por el mismo sufrimiento.
Allí donde parece que no hay Dios o que se ha retirado, es
donde está Dios más cercano que nunca. Allí donde nosotros imaginamos su
ausencia total, ahí está precisamente
la máxima revelación de Dios y de su inexplicable amor al hombre. Este amor de
Dios no protege de todo sufrimiento, pero protege en todos los sufrimientos[1].
Hermanos y hermanas, creer en la cruz es descubrir la
cercanía de Dios y su presencia en
nuestro mismo dolor y sufrimiento, sabiendo que algún día –no sabemos cuándo- Él mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y ya no habrá
muerte ni llanto ni dolor, pues lo de antes habrá pasado[2]
.
En Jesús crucificado podemos descubrir, si queremos, si
estamos abiertos, si paramos ése torbellino de activismo y superficialidad en
el que todos estamos envueltos que es el amor a Dios y la solidaridad con los
hermanos lo que da un sentido último a todo nuestro ser y nuestro hacer.
Hay un modo de vivir y de morir que no se perderá jamás
en el vacío. Hay algo que es más fuerte
que la misma muerte y es el amor. La resurrección nos revelará todo el vigor y
la fuerza salvadora que se encierra en esta
vida sacrificada. Esta vida entregada por amor no ha sido vencida. Al
contrario, ha encontrado su plenitud en
la vida misma de Dios[3] ■