En estos primeros domingos del tiempo ordinario
nos cuentan el inicio de la vida pública del Señor. El domingo pasado vimos a Jesús
en la sinagoga de Nazaret. Su mensaje es él mismo: en Él se cumplen las
promesas de Dios; él es la Palabra definitiva del Padre. Una palabra ¡ay! no
aceptada por los suyos...
La predicación de la llegada del Reino
atraviesa de un lado al otro el año litúrgico. Si de los primeros domingos
saltamos al último domingo del tiempo ordinario (XXXIV), nos encontramos con la
fiesta de Cristo rey del Universo, una fiesta que señala los últimos tiempos y
el más allá. ¿Cuál es pues el término, la meta del tiempo, del cosmos, de la
historia? La salvación de Dios ha llegado a todos los rincones del mundo creado,
todo el universo gime y sufre dolores de
parto, aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios[1].
Y desde el comienzo el Reino de Dios se
nos manifiesta como un Reino de Amor. La profecía de Isaías que Jesús lee en la
sinagoga de Nazaret muestra el amor de Dios por su pueblo, especialmente por
los más necesitados. Jesús es el
cumplimiento del designio amoroso de Dios.
Hoy, en la segunda lectura,
escucharemos de qué amor se trata[2].
Si existe algo que llena de sentido nuestras vidas, lo que somos, los dones que
el Espíritu nos ha dado, esta cosa es el amor, pero no un amor abstracto, sino
el amor de Alguien. En la oración colecta lo escuchamos claramente: “Señor,
concédenos amarte con todo el corazón y que nuestro amor se extienda también a
todos los hombres”.
“Amar a Dios y amar a los hombres”. Parecen
dos cosas distintas, pero de hecho es la misma. Amar a Dios equivale a amar a
los hombres. Cualquier hombre es imagen de Dios. Y no sólo conserva, desde el
comienzo (la concepción) hasta el final (la muerte) los vestigios de la mano del
Creador, sino que tiene la misión de revelar a los demás la bondad divina.
El amor que pedimos hoy al comienzo de
la misa es el mismo amor que anuncia san Pablo: un amor paciente, sin envidia,
que no es egoísta, que lo soporta todo. Es un amor concreto con voluntad
universal. No nace de un filantropismo, o un quedar bien, sino de una exigencia
hacia aquellos que nos rodean: incluso a los enemigos[3].
Este amor es el que atraviesa la vida
de Jesucristo, desde la encarnación hasta la venida del Espíritu Santo
prometido. Es el amor que él vivió: nos amó hasta el extremo de morir por
nosotros cuando todavía éramos pecadores[4].
La cruz que él acepta por amor es, digámoslo así, como la coronación de una
trayectoria ya marcada el primer día, en la sinagoga.
Los suyos no lo acogieron[5]
dice san Juan al comienzo de su evangelio, porque no hay profeta que sea bien
mirado en su tierra. Dios ha hecho de Jesús una
plaza fuerte, una columna de hierro, una muralla de bronce. Para los que
abren su amor, Cristo es su esperanza, la roca salvadora; éste contará todo el
día tu salvación[6] ■