Con la muerte de los últimos profetas, se había extendido en el judaísmo tardío
el convencimiento general de que el pecado de Israel había alejado el Espíritu
de Dios de los suyos. Dios se había callado, y el pueblo sufría su silencio; los
cielos permanecían cerrados e impenetrables y los hombres caminaban tristes a
través de una tierra sin horizontes…
Ante éste (triste) panorama, la escena del Bautismo del Señor significa pues
una noticia, digamos, revolucionaria para los primeros creyentes y en ellos para
nosotros. El cielo se abre y el Espíritu de Dios desciende de nuevo sobre los
hombres. La vida no es algo cerrado: se nos abre con Jesús un horizonte
infinito.
Con ésta fiesta la Iglesia y su liturgia comienzan un nuevo tiempo, el
tiempo ordinario. Navidad ya quedó atrás pero no así la gran noticia: El cielo está
abierto de nuevo, y Dios está con nosotros. Oculto para unos, desconocido para
muchos, pero con nosotros. No el dios frío de la razón, tampoco el dios
distante del puro misterio, es un Dios de carne y huesos, un Dios hermano, un
Dios amigo.
Esta unión –quizá solidaridad sea un término más
apropiado- de Dios con los hombres pone el cimiento para algo importante: la fraternidad
entre los hombres, una fraternidad que está lastimada por la contradicción en
que vivimos tantos cristianos, encerrados en nuestro propio egoísmo, demasiado
alejados de un Dios Padre y demasiado extraños a los que no viven para nuestros
intereses. Vamos a decirlo con otras palabras: qué fácil es cantar villancicos
en un hogar caliente y después de una buena cena ante la imagen del nacimiento,
y qué difícil vivir compartiendo lo que uno es y tiene con ese Jesús de carne
que son los desheredados de la tierra.
El misterioso bautizo del Señor que la Iglesia nos invita
a contemplar hoy va más allá de una euforia pasajera, es una manifestación de Dios. Es una
invitación, a través de la liturgia, a alimentar
nuestra alegría interior y nuestra esperanza en la cercanía de un Dios que está
presente en nuestro vivir diario. San Ignacio de Antioquía (a quien seguirá
santo Tomás) nos dirá que el Señor se hace bautizar para purificar el agua del bautismo, para que este rito tenga, en
adelante, vigor sacramental. San Cirilo de Jerusalén nos dirá que fue para
conferir a las aguas el olor de su
divinidad, y Melitón de Sardes lo explicará con una metáfora bellísima: Aun
siendo totalmente puros ¿no se bañan en el océano el sol, la luna y las
estrellas?
Lo importante es que celebremos ésta manifestación del
Señor –junto con la Epifanía y las bodas de Cana- como el momento para nacer constantemente a Dios en nuestra
vida, para bautizar nuestro vivir
diario con el Espíritu que animó a Jesús al entrar en el Jordán[1],
así lo expresa una bellísima antífona del breviario dominicano para la fiesta
de la Epifanía: Hoy la Iglesia está unida
a su esposo del cielo, porque Cristo la ha lavado de sus crímenes en el Jordán.
Con las manos llenas de regalos, los Magos corren a las bodas reales. Y todos
los comensales saborean el agua transformada en vino ■
[1] C. Floristan, De Domingo a Domingo. El
Evangelio en los tres ciclos litúrgicos, Ed. Sal Terrae, Santander, 1993, p.
33 y ss.