Cada año, este cuarto domingo de Adviento parece como si fuera una fiesta de la
Virgen que nos prepara a recibir con fe y profundidad al Hijo de Dios en los
días de Navidad.
El prefacio de este domingo habla María, nueva Eva, y es como
una síntesis de todos los justos del Antiguo Testamento que esperaron al Mesías;
de la verdadera hija de Sión, la Madre del que ha traído a la humanidad la paz
y la salvación y ha abierto caminos de
vida, al contrario de Eva.
En el prefacio vamos a oír cómo la liturgia de la Iglesia
canta esa hermosa disponibilidad de la Virgen, su entrega a los demás; cómo llena
de la alegría de la espera corre a ayudar a Isabel; como encuentra tiempo, sale
de su programa y de su horario y recorre distancias para pasar un momento con
ella. María no es egoísta, no se encierra en sí misma a rumiar gozosamente su alegría... ¿No es esta la actitud que
deberíamos tener los demás; la actitud que se espera de un cristiano y de la
comunidad entera que no sólo crezca en
su fe cara a Cristo, sino que esta fe se traduzca en una caridad de entrega por
los más necesitados de nuestra ayuda?
Entrega y servicio a los demás, hermano mío, hermana mía,
no es salir, previa invitación a tus amigos en tu muro de Facebook, en los días anteriores a Navidad, a repartir despensitas
rascuaches (sic) a los que menos tienen para, luego, tranquilizada la conciencia por
haber regalado tu tiempo en la mañana de Nochebuena, volver al calorcito de la
casa y a las comodidades habituales sin haber cambiado interiormente en algo,
sin haber hecho un compromiso serio de servicio a los demás.
La entrega genuina, la caridad real, el servicio
auténtico por los demás es aquel que se preocupa muchos días al año de los que
menos tienen, de los enfermos a quienes nadie visita, de los que han recibido
menos. Precisamente porque Ella ha experimentado la cercanía y el favor de Dios,
nosotros aprendemos a visitar a los demás no sólo en Nochebuena, no sólo en los
días en el que el termómetro baja considerablemente o un tifón azota las playas
de Filipinas.
En el evangelio de hoy, también, la Virgen aparece como portadora de Dios a los demás. El Mesías está
ya en su seno y ella es la que anuncia de la buena noticia de la salvación. Esta
es la misión de la Iglesia y de cada cristiano: llevar a Cristo, anunciar la noticia palpitante –hecha testimonio de
vida en nosotros- de que Dios es el
Dios-con-nosotros. Si celebramos al Dios que nace en Navidad, es
para darlo también a los demás: a los
hijos, a los padres, a los hermanos, a la sociedad que nos rodea, a la comunidad religiosa a la que
pertenecemos…
La Virgen es también símbolo de una Iglesia que quiere
ser apóstol y testigo de Cristo en el mundo de
hoy. Celebramos que Dios es el Dios-con-nosotros. Y la consecuencia es
doble: que nosotros queremos ser
nosotros-con-Dios, pero también nosotros-con-los-demás[1] ■