El evangelio que acabamos de escuchar se desdobla como en dos partes: una primera
en la que los apóstoles no entienden bien lo que sucede, y otra en la que el
Señor afirma que quien quiera ser el primero debe que hacerse el último.
Nuevamente nos encontramos la cuestión de la fe; o, mejor dicho, lo difícil que
resulta ser un creyente en el
estricto sentido de la palabra.
Mucho se ha escrito sobre si la fe se
puede o no razonar; sobre si, aunque no sea demostrable, al menos puede ser
lógica, comprensible y acorde a la estructura psicológica del hombre. Todo esto
aunque importante puede quedarse en un discurso académico y servir para poco –o
nada- en el día a día. Lo esencial no
es que el hombre discuta y dialogue sobre cómo puede ser esto de la fe, sino
que la viva, como sucede con la alegría, la amistad, la felicidad o el amor,
donde lo importante no es soñar con esas realidades, sino vivirlas de manera
concreta.
La fe es una amistad, una relación
personal, una confianza; es una vivencia, una experiencia, y no una
costumbre social, una rutina y mucho menos la suma de ritos, de prácticas
superficiales o incluso de actos semi-mágicos, etc. Y es que la suma de actos
perfectos no hacen un hombre prefecto; no lo olvidemos. Se puede ofrecer el día
rezando miles de jaculatorias, hacer medias horas de oración y ser un perfecto
gruñón, un cascarrabias, alguien absolutamente insoportable, histérico, lejano
a los intereses de los demás, encasillado en su mal carácter, engreído, agrio,
avinagrado y, con frecuencia, solitario, incapaz de dar cariño y, lo que es
peor, de recibirlo.
Lo más importante es la relación con una
persona, un Alguien con quien convivimos, con quien entrelazamos y entretejemos
nuestra vida, un Alguien con quien contamos, a quien consultamos a la hora de
tomar decisiones en nuestra existencia; un Alguien cuyas ideas influyen e
informan nuestras ideas y, por lo tanto, nuestra vida; un Alguien cuya vida es
un modelo a seguir e imitar. Por todo eso la fe traspasa el nivel de lo
meramente pensado, razonado o razonable, y es algo mucho más profundo, más
serio y más vital. La fe vivida y entendida como un confiar plenamente en
Jesús.
Los discípulos no entienden las
palabras de Jesús porque están en franca contradicción con lo que ellos
imaginaban, en contradicción con la imagen que ellos se habían formado de lo
que tenía que ser el Mesías: un ser fuerte y potente que con brazo enérgico dominaría
todo; y Jesús, les habla de morir nada menos que a manos de los hombres.
Aquello no tenía sentido. Era ilógico e incomprensible.
Pero, por encima de todo eso, estaba la
fe. Los apóstoles confiaban en Jesús; y, a pesar de las dudas y recelos, siguen
con Él; discutiendo y hablando en unos términos muy humanos (¿quién es el más
importante?), pero junto a Él.
Todavía tendrán que pasar por muchas
dificultades, por muchas dudas, por muchas noches oscuras. San Lucas dirá que
se les abrió el entendimiento tiempo después de la resurrección[1];
Tomás será reacio incluso al testimonio de sus compañeros; Juan entró en el sepulcro
vacío y entonces creyó, porque aún no
habían entendido lo que dice la Escritura[2].
Pero siguieron adelante, confiando en el Señor. Sólo porque habían puesto por
encima de todo la confianza en Alguien pudieron seguir adelante y atravesar las
noches oscuras, las situaciones incomprensibles, las palabras aparentemente
ilógicas y sin sentido del Maestro. Supieron ir más allá de las simples
apariencias[3].
Sólo la fe podía hacer comprensible
para los apóstoles aquello de El que
quiera ser el primero, que se haga el último. Nosotros no lo entendemos porque
nos falta fe, porque no confiamos de verdad. Le llamamos Señor, pero just in case preferimos tener nuestros
propios medios, nuestros propios recursos, nuestras reserva, nuestras
seguridades. Y sobre todo nuestras opiniones.
No lo vamos a negar: ser el último, en
nuestra sociedad, es una tragedia: el último del salón de clase es humillante;
el último en el trabajo hace la risa de todos; el último en dinero es casi un
ejemplar de museo; el último –o la última- en belleza nos es repugnante; el
último en fama es un pobre desgraciado; el último en amor es idiota o tonto.
Y el Señor insiste: el último será el primero. ¿Quién puede
entender esto? Nadie, o muy pocos, si no hay, por delante, una confianza plena
y total en Él y, como consecuencia, en lo que Él dice, en lo que Él enseña, en
lo que Él nos indica. Señor ¡auméntamos la fe! ■