Quién decís que soy yo? Los cristianos hemos olvidado con mucha facilidad que la fe no consiste
en creer en algo, sino en creer en Alguien. Aun más: no se trata de adherirnos
fielmente a un credo y, mucho menos, de aceptar ciegamente un conjunto de doctrinas
o de normas o de prácticas de piedad, sino de encontrarnos de manera personal con
Alguien vivo que da sentido radical a nuestra existencia. Lo verdaderamente
decisivo es encontrarse con la persona de Jesucristo y descubrir, por
experiencia personal, que Él es el único que puede responder de manera plena a
nuestras preguntas más decisivas, nuestros anhelos más profundos y nuestras
necesidades más últimas.
En nuestros tiempos se hace cada vez más difícil creer en
algo. Las ideologías más firmes, los sistemas más poderosos, las teorías más
brillantes se han ido tambaleando al descubrirnos sus limitaciones y profundas
deficiencias.
El hombre moderno, cansado de dogmas, ideologías y sistemas doctrinales, quizás está dispuesto
todavía a creer en personas que le ayuden a vivir y lo puedan salvar dando un sentido nuevo a su
existencia. Ya lo que decía con acierto el Cardenal Lehmann: «el hombre moderno
sólo será creyente cuando haya hecho una experiencia auténtica de adhesión a la
persona de Jesucristo»[1].
Hoy por hoy es triste ver ciertos grupos de católicos cuya
única obsesión parece ser conservar la fe como un depósito de doctrinas que hay
que saber defender contra el asalto de nuevas ideologías y corrientes que, para
muchos, resultan más atractivas, más actuales y más interesantes.
Hermano mío, hermana mía, creer es otra cosa. Creer va mucho más allá. Antes que nada, los
cristianos hemos de preocuparnos de reavivar nuestra adhesión y amistad profundas
con Jesucristo. Lo demás viene después, y viene solo; viene por añadidura[2].
Sólo cuando vivamos seducidos por él y vivificados por la fuerza regeneradora
de su persona –me sedujiste, Señor, y yo
me dejé seducir, fuiste más fuerte que yo, y me venciste[3]-
podremos contagiar a los demás su espíritu y su visión de la vida, de lo
contrario, seguiremos proclamando con los labios doctrinas sublimes, al mismo
tiempo que seguimos viviendo una fe mediocre y poco convincente.
En otras palabras: hemos de responder con sinceridad a
esa pregunta tan personal y tan profunda del Señor: Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?
Ibn Arabi, que sabía mucho de esto, decía que «aquel que
ha quedado atrapado por esa enfermedad que se llama Jesús, no puede ya
curarse». Y es verdad[4], ¿Cuántos
podemos decir, desde nuestra vida diaria, desde la experiencia de nuestra fe,
que Él es el origen y fin de nuestra existencia?[5] ■
[1] Fue ordenado sacerdote para la Archidiócesis de Friburgo el 10 de
octubre de 1963 y tiene doctorados en filosofía y teología en la Pontificia
Universidad Gregoriana de Roma. Fue asistente de Karl Rahner en la Universidad
de Münster. Después de obtener su "habilitación", enseñó teología
dogmática en la Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia. Fue miembro del
Comité Central de Católicos Alemanes1 y el Círculo Ecuménico de Jaeger-Stählin.
Más tarde enseñó en la Universidad Albert Ludwig de Freiburg im Breisgau, y fue
miembro de la Comisión Teológica Internacional. También editó la publicación
oficial de los documentos del Sínodo Conjunto de las diócesis en la República
Federal de Alemania (Sínodo de Würzburg, 1971-75).
[2] Cfr Mt 6, 33.
[3] Jr 20,7-9.
[4] Abū
Bakr Muhammad ibn 'Alī ibn 'Arabi (1165 –1240), más conocido como Ibn Arabi,
Abenarabi y Ben Arabi fue un místico sufí, filósofo, poeta, viajero y sabio
musulmán andalusí. Sus importantes aportaciones en muchos de los campos de las
diferentes ciencias religiosas islámicas le han valido el sobrenombre de Vivificador de la Religión y El Doctor Máximo. Es probablemente la
figura más influyente en la historia del misticismo islámico.
[5] J.
A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra
1985, p. 227 ss.