XXIV Domingo del Tiempo Ordinario (B)


Quién decís que soy yo? Los cristianos hemos olvidado con mucha facilidad que la fe no consiste en creer en algo, sino en creer en Alguien. Aun más: no se trata de adherirnos fielmente a un credo y, mucho menos, de aceptar ciegamente un conjunto de doctrinas o de normas o de prácticas de piedad, sino de encontrarnos de manera personal con Alguien vivo que da sentido radical a nuestra existencia. Lo verdaderamente decisivo es encontrarse con la persona de Jesucristo y descubrir, por experiencia personal, que Él es el único que puede responder de manera plena a nuestras preguntas más decisivas, nuestros anhelos más profundos y nuestras necesidades más últimas.

En nuestros tiempos se hace cada vez más difícil creer en algo. Las ideologías más firmes, los sistemas más poderosos, las teorías más brillantes se han ido tambaleando al descubrirnos sus limitaciones y profundas deficiencias.

El hombre moderno, cansado de dogmas, ideologías y sistemas doctrinales, quizás está dispuesto todavía a creer en personas que le ayuden a vivir y lo puedan salvar dando un sentido nuevo a su existencia. Ya lo que decía con acierto el Cardenal Lehmann: «el hombre moderno sólo será creyente cuando haya hecho una experiencia auténtica de adhesión a la persona de Jesucristo»[1].

Hoy por hoy es triste ver ciertos grupos de católicos cuya única obsesión parece ser conservar la fe como un depósito de doctrinas que hay que saber defender contra el asalto de nuevas ideologías y corrientes que, para muchos, resultan más atractivas, más actuales y más interesantes.

Hermano mío, hermana mía, creer es otra cosa. Creer va mucho más allá. Antes que nada, los cristianos hemos de preocuparnos de reavivar nuestra adhesión y amistad profundas con Jesucristo. Lo demás viene después, y viene solo; viene por añadidura[2]. Sólo cuando vivamos seducidos por él y vivificados por la fuerza regeneradora de su persona –me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir, fuiste más fuerte que yo, y me venciste[3]- podremos contagiar a los demás su espíritu y su visión de la vida, de lo contrario, seguiremos proclamando con los labios doctrinas sublimes, al mismo tiempo que seguimos viviendo una fe mediocre y poco convincente.

En otras palabras: hemos de responder con sinceridad a esa pregunta tan personal y tan profunda del Señor: Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?

Ibn Arabi, que sabía mucho de esto, decía que «aquel que ha quedado atrapado por esa enfermedad que se llama Jesús, no puede ya curarse». Y es verdad[4], ¿Cuántos podemos decir, desde nuestra vida diaria, desde la experiencia de nuestra fe, que Él es el origen y fin de nuestra existencia?[5]


[1] Fue ordenado sacerdote para la Archidiócesis de Friburgo el 10 de octubre de 1963 y tiene doctorados en filosofía y teología en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Fue asistente de Karl Rahner en la Universidad de Münster. Después de obtener su "habilitación", enseñó teología dogmática en la Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia. Fue miembro del Comité Central de Católicos Alemanes1 y el Círculo Ecuménico de Jaeger-Stählin. Más tarde enseñó en la Universidad Albert Ludwig de Freiburg im Breisgau, y fue miembro de la Comisión Teológica Internacional. También editó la publicación oficial de los documentos del Sínodo Conjunto de las diócesis en la República Federal de Alemania (Sínodo de Würzburg, 1971-75).
[2] Cfr Mt 6, 33.
[3] Jr 20,7-9.
[4] Abū Bakr Muhammad ibn 'Alī ibn 'Arabi (1165 –1240), más conocido como Ibn Arabi, Abenarabi y Ben Arabi fue un místico sufí, filósofo, poeta, viajero y sabio musulmán andalusí. Sus importantes aportaciones en muchos de los campos de las diferentes ciencias religiosas islámicas le han valido el sobrenombre de Vivificador de la Religión y El Doctor Máximo. Es probablemente la figura más influyente en la historia del misticismo islámico.
[5] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 227 ss.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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