A partir de hoy y durante los domingos vamos a escuchar en el evangelio uno de
los capítulos más importantes del Evangelio de Juan: el capítulo sexto donde se
recoge el hermoso discurso del Pan de
vida.
San Juan sitúa su relato en la proximidad de la Pascua,
la gran fiesta de los judíos. Este detalle es intencional. En la primera pascua
Dios alimentó a su pueblo con el cordero y con el maná, realizando el pacto de
la alianza. Jesús, por su parte, brindará como alimento su propio cuerpo, ahora
prefigurado en el pan. Llegamos a un momento en la historia de la humanidad en
el que Dios se acerca y se sienta con su pueblo para comer juntos.
La multiplicación de los peces y los panes no es un simple
reparto de pan, sino un acontecimiento en el que Dios y el hombre toman parte muy
activa. Mientras Jesús atravesaba el lago una gran multitud lo siguió por la
ribera sin tener en cuenta lo avanzado del día ni la lejanía de sus hogares.
Era una multitud hambrienta de Jesús: lo buscaron y se le acercaron en la colina
para escucharlo. Habían visto los signos de Jesús cuando curaba a los enfermos
y presentían que Él podía llegar a ser un factor decisivo en sus vidas.
Nosotros ¿necesitamos a Dios? ¿Lo buscamos como un bien absoluto, o más bien
nos declaramos satisfechos cuando podemos gozar de sus bienes, o de los bienes
que creemos nuestros y conseguidos con nuestro esfuerzo? Es difícil trazar una
raya entre el hambre de Dios y el hambre de sus dones; pero es esto
precisamente lo que nos propone el Evangelio de Juan: preguntarnos con
sinceridad hasta dónde llega nuestra fe en toda su pureza, y hasta dónde esta
misma fe no encubre más que el deseo de una buena vida a la sombra de una
creencia religiosa.
También podemos preguntarnos si el mundo moderno tiene
hambre de Dios o, si por el contrario, puede prescindir de Él porque ha
encontrado la fórmula para ser feliz,
para obtener bienes, para vivir de acuerdo con ciertos valores o para poder
abandonar la tutela de la Iglesia y de sus normas.
¿Está presente Dios en los pensamientos y en los
esfuerzos del hombre moderno, o ha sido suplantado por la eficiencia de la
técnica, por las elaboraciones de la filosofía, por los aportes de la
psicología y de la medicina?
Y es que con Dios nos puede pasar lo mismo que con la
sociedad de consumo: que primero crea la necesidad de cierto producto que se
imagina como importante y después nos convence para que lo compremos porque es
importante. Así nos puede suceder: primero nos imaginamos cierto tipo o imagen
de Dios que creemos necesaria para nuestros intereses, como el Dios de la
riqueza, del poder, de las diferencias sociales, de la autoridad, de la
desigualdad, etc.; después nos convencemos de lo importante que es adorarlo y
servirlo. Así sucede, por ejemplo, con ciertos padres y profesores que quieren
ser obedecidos de forma ciega y automática: necesitan para eso un Dios
autoritario y rígido, y lo crean, para fundamentar, acto seguido, su proceder
en ese Dios de la obediencia servil. Fácil es después consagrar toda la vida a
su servicio, ya que, adorándolo, consiguen también ellos ser adorados.
Por eso hemos de preguntarnos por ese Dios que nos reveló
Jesucristo: el que me ve a mí, ve a mi
Padre. En menos palabras: no hay Dios fuera del que nos revela el
Evangelio.
Como aquella multitud, también nosotros estamos frente a
Jesucristo. Pero, ¿qué buscamos? ¿Qué motiva eso que llamamos nuestra fe? A lo
largo de estas semanas, y siguiendo el discurso del pan de vida en el Evangelio
de Juan, tendremos la oportunidad de ir buscando una respuesta[1]■