La Iglesia ha sido hecha para lo que somos: carne, espíritu y gracia. Todo
lo que en ella es gracia desemboca en el misterio. Todo lo que en ella es
visible y tangible nos propone actos de fe. Sin oración, la Iglesia correría el
riesgo de ser para nosotros un cuerpo social, no el Cuerpo Místico de
Jesucristo: una especie de ejército para el combate espiritual, en el que cada
cual tiene su grado, no este cuerpo del que «somos miembros», con sus
relaciones, su orden y sus valores vitales. Sin oración no sabremos hasta qué
punto la obediencia a unas leyes vivas es diferente de la disciplina. Sin
oración nos resultará difícil que la Iglesia sea Jesucristo. No percibiremos a
qué intercambios somos invitados en ella; los intercambios entre nosotros y los
demás son siempre Jesucristo yendo a Jesucristo o viniendo de Jesucristo. Sin
oración no viviremos la Iglesia; no viviremos de ella como se puede vivir del
discurso de después de la Cena y de la oración sacerdotal. Sin oración no
distinguiremos el amor fraterno al infiel de esa especie de amor forzado que es
la unidad de un solo cuerpo y con el que debemos amarnos los cristianos. Sin
oración, la Iglesia podrá darnos todos los tesoros que le pidamos: la vida de
Dios en el bautismo, la sangre de Cristo en la penitencia, Cristo entero en la
comunión, la unidad sellada con sangre de todas las misas y su sacrificio
interminable; todo ello nos será dado, pero, sin oración, sólo conservaremos
una parte. Sin oración podremos ser «sabios» en la doctrina de la Iglesia o en
algún punto determinado de ella, los habremos aprendido y retenido, pero no
lograrán hacernos vivir mejor ■ Madeleine Delbrel, La alegría de creer, Sal
Terrae, Santander 1968.