Las lecturas de hoy nos transmiten una especie de descripción de la identidad del cristiano a partir de los
rasgos fundamentales que caracterizan la misión apostólica. En los orígenes, cristiano era aquel que, seguidor de
Jesucristo, tomaba un nuevo camino y se ponía en marcha para anunciar la Buena
Noticia. Dejar lo antiguo (pecado, idolatría, judaísmo, etc.) para caminar con
otros el Camino (sic) hacia el Reino
de Dios era el rasgo fundamental. Hoy ¿es así? Este podría ser, pues, una
especie de decálogo para el cristiano:
1. Se sabe elegido por Dios, escogido como fue escogido
el pueblo Israel; tomado aparte como los profetas; señalado por Dios como
instrumento suyo, sin embargo (un cristiano) no va por la vida poniéndose como
ejemplo único de nada[1].
2. No se queda quieto ni instalado allí donde está. No permanece
cómodamente donde siempre, a la espera de que vengan. Va siempre de camino, relacionándose
con culturas diferentes y con las personas que le salen al paso. Con todos.
3. Resulta molesto.
Con frecuencia el enviado lo es a pesar suyo. Y su mensaje a primera vista
despierta curiosidad, pero pronto sacude a la gente de su letargo y acaba
siendo incómodo. Interpela, porque denuncia, pide cambio y aporta novedad. Y
encuentra resistencias. Por eso a los auténticos profetas se les da la espalda.
4. Es rechazado: Vete,
profetiza en otras tierras. Con su mensaje encuentra corazones cerrados,
resistencias al cambio exigido.
5. Es insistente. El apóstol de Jesucristo no se echa atrás
fácilmente. Persevera en la misión recibida, a pesar de la dificultad. Siempre va
hacia adelante.
6. Tiene autoridad, pero prestada, autoridad que nunca
usa en beneficio propio.
7. Acoge y pierde
su tiempo con la gente para quien nadie tiene tiempo e incluso rehúye. Recibe a
cada cual como viene y hace algo para hacerlo más humano; usa no solamente
buenas palabras –“Dios te bendiga”- sino que tiene siempre un gesto de liberación
que levanta al desvalido.
8. Habla del evangelio con mucha frecuencia.
9. Camina con la sencillez del caminante que lleva lo
justo, confiado en la Providencia del Padre que envía, pero también en el amor
fraterno que acoge y comparte. Comparte lo que tiene cuando recibe al que viene de parte de Dios con un mensaje de paz.
10. No tiene ni busca tener, pero recibe con sencillez y
agradecimiento lo que le dan; sabe, además, que su recompensa no será aquí, sino
allá[2]. Se
deja ayudar y saber trabajar en equipo, y sobre nunca piensa que tiene –ni en
su parroquia, ni en su grupito, ni en su movimiento- el monopolio de la
salvación, entre otras cosas porque la salvación y las almas son de Dios.
Todo un programa de vida, qué duda cabe, programa que no
hay por qué restringir a unos pocos. Todos y cada uno estamos invitados a salir
y ponernos en camino ■