Regresamos a ésta parte del ciclo litúrgico y después de haber celebrado la
Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor y nos encontramos con dos parábolas
en el evangelio de éste domingo, el décimo primero del tiempo Ordinario.
¿Qué es una parábola? ¿Cuál es su fin? ¿Dónde está su
significado preciso? La parábola es un relato inspirado en los acontecimientos
cotidianos conocidos para mostrarnos la relación con algo desconocido. Las
parábolas son metáforas o episodios de la vida, que ilustran verdades morales o
espirituales. Jesús usó con frecuencia ese género literario para explicar el
misterio del Reino de Dios y de su Persona. Son discursos, digamos, cifrados –que
no oscuros- que deben ser aclarados desde la fe.
El fin primario de las parábolas usadas por Jesús es
estimular el pensamiento, provocar la reflexión y conducir a la escucha y a la
conversión. Para poder comprender las parábolas es imprescindible la fe en
quien la escucha; solamente de este modo podemos descubrir el misterio del
Reino de Dios, que es enigma incomprensible para los que no aceptan el
evangelio.
La parábola de la semilla que germina en silencio presenta
el contraste entre el comienzo humilde y el crecimiento extraordinario. El
sembrador no está inactivo, sino que espera día y noche hasta que llegue la
cosecha, el momento preciso para meter la hoz. El sembrador representa a Dios
que ha derramado abundantemente la semilla sobre la tierra por medio de Jesús,
"sembrador de la Palabra".
A pesar de las apariencias contrarias, el crecimiento es
gradual y constante: primero el tallo, luego la espiga, después el grano. Un
día llegará el tiempo de la cosecha, es decir, el cumplimiento final del Reino
de Dios, que ha tenido sus muchas y diversas etapas antecedentes.
La segunda parábola del grano de mostaza, la semilla más
pequeña, responde a los que tienen dudas sobre la misión de Cristo o tiene una
esperanza podríamos decir, frustrada. Los comienzos insignificantes pueden
tener un resultado final de proporciones grandiosas –el Cristianismo mismo. Ya
san Ambrosio había dicho que Jesús, muerto y resucitado, es como el grano de
mostaza. Su reino está destinado a abarcar a la humanidad entera, sin que esto
signifique triunfalismo eclesial (y cuando el triunfalismo va acompañado de
soberbia colectiva y de un “no-pasa-nada, nuestra organización, movimiento,
parroquia está muy bien” mala cosa. Muy mala).
Las dos parábolas de este domingo son, pues, un himno a la paciencia evangélica, a la
esperanza serena y confiada. El fundamento de la esperanza cristiana es que
Dios cumple sus promesas y que no abandona su proyecto de salvación. Incluso
cuando parece que Dios calla y está ausente, Él actúa y se hace presente,
siempre de una manera misteriosa, como le es propio. Aunque el hombre siembre
muchas veces entre lágrimas, cosechará entre cantares[1] ■