Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo (2012)


El texto a continuación es uno de los mejores escritos por el Cardenal Francois-Xavier Nguyen van Thuan, quien fuera ordenado sacerdote en presbítero en 1953; obtuvo el grado de doctor en Derecho Canónico en 1959. Durante ocho años fue obispo de Nhatrang (1967-1975). En 1975 Pablo VI le nombró arzobispo coadjuntor de Saigón, pero a los pocos meses, con la llegada del régimen comunista al poder de Vietnam, fue arrestado. Pasó 13 años en la cárcel, 9 de ellos en régimen de aislamiento. En 1988 fue liberado y puesto bajo régimen de arresto domiciliario en Hanoi, sin permitírsele regresar a su sede diocesana. En 1991 se le autorizó ir de visita a Roma pero no se le permitió el regreso. Desde entonces vivió exiliado en esa ciudad. En 1994 Juan Pablo II le nombró presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz a la vez que dimitió como Obispo coadjutor de Saigón (llamada ahora Ciudad Ho Chi Min). En 2001, el mismo papa lo creó cardenal de Santa María de la Scala. Falleció el 16 de septiembre de 2002 en una clínica de Roma, víctima de cáncer.
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Pudo usted celebrar la misa en la cárcel?", es la pregunta que muchos me han hecho innumerables veces. Y tienen razón: la Eucaristía es la más hermosa oración, es la cumbre de la vida cristiana. Cuando les respondo que sí, ya sé cuál es la pregunta siguiente: “¿Cómo consiguió encontrar pan y vino? “.

Cuando fui arrestado tuve que salir inmediatamente, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir y pedir las cosas más necesarias: ropa, pasta de dientes... Escribí a mi destinatario: “Por favor, mandadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago “mis fieles entendieron lo que eso significaba: me mandaron una botellita de vino de misa con una etiqueta que decía: “medicina contra el dolor de estómago”, y las hostias las ocultaron en una antorcha que se usa para combatir la humedad. El policía me preguntó:

- ¿Le duele el estómago?
-Sí.
-Aquí hay un poco de medicina para usted.

Nunca podré expresar mi gran alegría: todos los días, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebraba la misa.

De todos modos, dependía de la situación. En el barco que nos llevó al norte celebraba la misa por la noche y daba la comunión a los prisioneros que me rodeaban. A veces tenía que celebrar cuando todos iban al baño, después de la gimnasia. En el campo de reeducación nos dividieron en grupos de 50 personas; dormíamos en camas comunes; cada uno tenía derecho a 50 cms. Nos las arreglamos para que estuvieran cinco católicos conmigo. A las 21:30 había que apagar la luz y todos debían dormir. Me encogía en la cama para celebrar la misa de memoria, y repartía la comunión pasando la mano bajo el mosquitero. Fabricamos bolsitas con el papel de los paquetes de cigarrillos para conservar el Santísimo Sacramento. Llevaba siempre a Jesús eucarístico en el bolsillo de la camisa.

Recuerdo lo que escribí: “Tú crees en una sola fuerza: la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre del Señor que te dará la vida. He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia[1]”. Como el maná aumentó a los israelitas en su viaje a la tierra prometida, así la Eucaristía te alimentará en tu camino de la esperanza[2]”.

Cada semana tenía lugar una sesión de adoctrinamiento en la que debía participar todo el campo. Durante el descanso, mis compañeros católicos y yo aprovechamos para pasar un paquetito para cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros; todos sabían que Jesús está en medio de ellos; Él es el que cura todos los sufrimientos físicos y mentales. Durante la noche los presos se turnaban en adoración; Jesús eucarístico ayudaba inmensamente con su presencia silenciosa. Muchos cristianos volvieron al fervor de la fe durante esos días; hasta budistas y otros no cristianos se convirtieron. La fuerza del amor de Jesús era irresistible y la oscuridad de la cárcel se convirtió en luz; la semilla germina bajo tierra durante la tempestad.

Ofrezco la misa junto con el Señor: cuando reparto la comunión me doy a mí mismo junto al Señor para hacerme alimento para todos. Esto quiere decir que estoy siempre al servicio de los demás. Cada vez que ofrezco la misa tengo la oportunidad de extender las manos y de clavarme en la cruz de Jesús, de beber con Él el cáliz amargo. Todos los días, al recitar y escuchar las palabras de la consagración, confirmo con todo mi corazón y con toda mi alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía[3].

Jesús empezó una revolución en la cruz. Nuestra revolución debe empezar en la mesa eucarística, y de allí debe seguir adelante. Así se puede renovar la humanidad.

Pasé nueve años aislado. Durante ese tiempo celebré la misa todos los días hacia las 3 de la tarde, la hora en que Jesús estaba agonizan do en la cruz. Estaba solo, podía cantar mi misa como quiera, en latín, francés, vietnamita... Llevaba siempre conmigo la bolsita que contiene el Santísimo Sacramento; “Tú en mí, y yo en Ti”. Han sido las misas más bellas de mi vida.

Por la noche, entre las 9 y las 10, realizaba una hora de adoración, cantaba Lauda Sion, Pange Lingua, Adoro Te Devote, Te Deum y cantos en lengua vietnamita, a pesar del ruido del altavoz, que dura desde las 5 de la mañana hasta las 11:30 de la noche. Sentía una singular paz de espíritu y de corazón, el gozo y la serenidad de la compañía de Jesús, de María y de José. Cantaba el Salve Regina, Salve Mater, Alma Redemptoris Mater, Regina coelí ... en unidad con la Iglesia universal. A pesar de las acusaciones y las calumnias contra la Iglesia, canto Tu es Petrus, Oremus pro Pontifice nostro, Christus vincit... Como Jesús calmó el hambre de la multitud que lo seguía en el desierto, en la Eucaristía El mismo continúa siendo alimento de vida eterna.

En la Eucaristía anunciamos la muerte de Jesús y proclamamos su resurrección. Hay momentos de tristeza infinita. ¿Qué hacer entonces? Mirar a Jesús crucificado y abandonado en la cruz. A los ojos humanos, la vida de Jesús fracasó, fue inútil, frustrada, pero a los ojos de Dios, Jesús en la cruz cumplió la obra más importante de su vida, porque derramó su sangre para salvar al mundo. ¡Qué unido está Jesús a Dios en la cruz, sin poder predicar, curar enfermos, visitar a la gente y hacer milagros, sino en inmovilidad absoluta!

Jesús es mi primer ejemplo de radicalismo en el amor al Padre y a los hombres. Jesús lo ha da do todo: “Nos amó hasta el extremo”[4], hasta el “Todo está cumplido”[5]. Y el Padre amó tanto al mundo “que dio a su Hijo unigénito”[6]. Darse todo como un pan para ser comido “por la vida del mundo”[7]. En aquel momento Jesús dijo: “Siento compasión de la gente”[8]. La multiplicación de los panes fue un anuncio, un signo de la Eucaristía que Jesús instituiría poco después.

Queridísimos jóvenes, escuchad al Santo Padre: “Jesús vive entre nosotros en la Eucaristía... Entre las incertidumbres y distracciones de la vida cotidiana, imitad a los discípulos en el camino hacia Emaús... Invocad a Jesús, para que en los caminos de los tantos Emaús de nuestro tiempo, permanezca siempre con vosotros. Que Él sea vuestra fuerza, vuestro punto de referencia, vuestra perenne esperanza”[9].[10]


[1] Cfr Jn 10, 10.
[2] Idem 6, 50.
[3] Cfr 1 Cor 11, 23-25.
[4] Cfr Jn 13, 1
[5] Idem 19, 30
[6] Ídem 3, 16
[7] Ídem 6, 51
[8] Mt 15, 32
[9] Juan Pablo II, Mensaje para la XII Jornada Mundial de la Juventud , 1997, n. 7
[10] Cardenal F. X. Nguyen Van Thuan, Cinco panes y dos peces , Ed. Ciudad Nueva, 2ª Ed. Buenos Aires, 2001, Pág. 40-45. 

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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