Todavia se lee en algunos catecismos eso de que los enemigos del alma son
tres: mundo, demonio y carne. Y en realidad nada cabría objetar a tan feliz simplificación
de algo tan terriblemente complejo como es el pecado y el mal en el mundo, sin
embargo, en ocasiones sucede que las simplificaciones conducen a grandes equívocos
y entonces con eso de “mundo, demonio y carne” hemos terminado por reducir la
carne al sexo, el demonio a un personajillo malo pero ridículo, y el mundo a espectáculos
y frivolidades o a algo que puede
distraernos de nuestro ser cristianos[1].
De ésta (terrible) simplificación ha surgido incluso cierto
miedo que ha empujado a los creyentes a huir del mundo o a protegerse de él, a
verlo como “ocasión de pecado”. Justo por esto resulta tan sorprendente y tan
maravilloso escuchar el Evangelio de hoy[2] en
la conversación entre Nicodemo y Jesús que Dios ha amado al mundo hasta el
punto de haber entregado su propio Hijo.
Es cierto que el Evangelio se refiere al mundo humano
pero no solamente a los hombres, sino al mundo creado por Dios y entregado al
quehacer de la razón y sentimientos humanos. En otras palabras: el Evangelio afirma
que este mundo –con todo lo malo y peligroso que es- es
objeto del amor de Dios, y justo por esto también objeto de salvación.
Y es que es el amor de Dios es el que cambia y
transforma, el que santifica lo que toca, por eso es que una actitud de
acercamiento y de amor al mundo –por parte de
los creyentes- podrá salvarlo del pecado. Los que desprecian al mundo contribuyen
a su destrucción y perversión y los que
amamos el mundo, luchamos por reconstruirlo, por purificarlo, por santificarlo.
Si un día nos decidiésemos a amar de verdad al mundo (a amarlo
más que para apropiárnoslo y mejor que
para explotarlo) es posible que descubriésemos como este mundo en el que el mal
existe –un mundo enrarecido y lleno de pecado, hostil y cubierto de
injusticias- empezaba a ser mejor. Si
Dios ama al mundo, ¿por qué nosotros no?
Tanto amó Dios al
mundo que le dio a su Hijo único... ¿Qué somos
entonces, si Dios puede amarnos? Tú, Señor ¿qué encuentras en nosotros? ¿Qué
ocurre cuando tú nos miras? ¿Te conmueves? ¿Te diviertes? ¿Te irritas? Ya el
salmista se planteaba esta cuestión: ¿Qué
es el hombre para que te acuerdes de él?[3]
¿Qué soy yo a tus ojos, Señor, para que pienses en mí? Cuando alguien piensa en
nosotros, nos sentimos felices. ¿Cómo es que no sentimos esa misma dicha, mil
veces más intensamente, ante la idea de que Dios nos ama? La respuesta es
fácil: los que nos aman tienen un rostro, sus ojos nos sonríen, su voz nos
conmueve. Pero ¿Dios? ¿Cómo nos mira? ¡Es tan difícil imaginarle! ¡Es tan
silencioso! Apenas dicho esto, tengo vergüenza de haber hablado así. ¿Cómo
puedo olvidar que, para hablarnos de amor, Dios nos envió su propia Palabra; que
para poder sonreírnos quiso unos ojos de hombre? Al Verbo de vida, dice san Juan,
lo hemos visto, lo hemos oído, lo han tocado nuestras manos; la vida se ha
manifestado en él...
¡La vida nos ha mirado! El secreto de los iconos está
ahí: ser mirados por Cristo, ser mirados con amor por Dios. Esa mirada puede
realmente hacernos existir. El hijo mirado con cariño se desarrolla feliz; el
hombre amado, la mujer amada sienten, bajo ese sol, que existen, que son
alguien para el otro ¡Sentir o, por lo menos, saber por la fe que yo soy
alguien para Dios! además, Él ama también a aquellos a quienes a mí me cuesta
amar…
Apostar siempre –aun en medio de las mayores dificultades-
por la vida del hombre y del mundo, es creer en el nombre del Hijo único de
Dios ■