Lo mejor de la noche es la esperanza del amanecer; aún así la noche es
necesaria la noche, sin ella, la luz del nuevo día no tendría ese sabor a
victoria. Sería como un vaso de agua sin sed; o como un descanso que no ha sido
preparado, deseado largamente desde la fatiga.
El diluvio fue una larga noche -¿noche, o muerte?- noche,
en realidad, porque una débil esperanza –el arca- se negaba a morir. Al final
de aquella noche, el arco iris fue, para aquella familia que se salvó, como un
amanecer de victoria, como una señal de alianza con su Dios.
El pecado es noche también. Y el bautismo, para Pedro, es
como el arca; una señal de que esa noche tendrá también su amanecer. ¿Quién lo
garantiza? Cristo, pasando de la noche de su muerte al alba de su resurrección:
«Como Cristo era hombre, lo mataron; pero como poseía el Espíritu, fue devuelto
a la vida».
El desierto era, para el pueblo judío, como otro nombre
de la noche. Lugar de paso hacia una tierra que un día sería su tierra, pero
que aún quedaba lejos. Lugar de purificación y de esperanza. Buen lugar para
las grandes batallas y para los grandes encuentros. Por eso Jesús, que quería
entrar hasta el fondo de nuestra noche, quiso vivir esa experiencia, y así el Espíritu empujó a Jesús al desierto.
Y en el desierto entró como un hombre más; en pie de
igualdad. Y en él empezó a librar su gran batalla. A solas con su limitación y
con su miedo; cercado por una naturaleza que se le encrespaba –estaba con los animales- sin seguridades
en que apoyarse –mientas era tentado por Satanás- desgastado por el hambre y
por la sed. Una batalla que no será vencida de una vez para siempre, sino que
habrá que continuar ganando cada día, palmo a palmo, cada vez más dura y más
dramática, hasta el acoso de Getsemaní, hasta el fracaso de la cruz.
Con la Cuaresma entramos, nosotros también, en el
desierto. En él –sed y silencio- nos vamos preparando para saborear un día el
agua viva de la Pascua[1].
En Él, en Jesús, nos vamos convenciendo de la inutilidad de tantas cosas que
antes creímos necesarias, de lo débiles que eran nuestros puntos de apoyo. En Él,
al damos cuenta de nuestra radical pobreza, podremos acabar descubriendo que
Dios es nuestra única esperanza[2].
Entremos sin miedo en ese desierto. Dispuestos a aguantar
la sed y el hambre. Dejando pesos inútiles que nos impedirían caminar:
comodidades que nos acaban enmoheciendo la disponibilidad, consumismo que pone
en peligro toda nuestra escala de valores, seguridades que nos tientan a que apartemos
los ojos del que es nuestra única seguridad: el Señor.
Entremos en la Cuaresma sin miedo al silencio. Sin miedo
a vernos como somos cuando el sol, implacable, acabe derritiendo nuestros
complicados maquillajes.
La penitencia, el cambio, descubren el evangelio: en
ellos habita la gracia, el reino de Dios. Y allí, en la conversión, hay que
encontrarlo. El que reflexiona sobre esto, advierte cuán actual es; cómo nos
interpela y nos conduce a la acción y a la oración. Con toda naturalidad, este
evangelio nos conduce de la palabra de Dios a nosotros a nuestra oración a él,
la cual, por supuesto, también nos exige y nos lleva al camino.
Surge la oración, la súplica de que aprendamos a dejarnos
conducir por el Espíritu y no a servir únicamente a nuestro propio provecho. Y
de que entendamos el secreto del desierto. Y asimismo de que podamos percibir
en la prueba, a través de las fieras también el vuelo de los ángeles. Pedimos
asimismo que la palabra de Dios se extienda también hoy y que permanezca en nosotros
la seguridad de su victoria. Y, al mismo tiempo, que seamos también nosotros
los testigos de la palabra. Que aprendamos a convertirnos. Y que así
descubramos el evangelio, la proximidad del reino, llenos de alegría fundada en
la fe[3] ■