La vida está llena de problemas y dificultades, y en el saber superarlos está la medida de la madurez del ser humano. El niño desconoce los problemas o sabe que son otros –normalmente los padres- quienes se preocupan de resolverlos; el adolescente descubre –dolorosamente- que ya no puede eludir los problemas y sueña con que desaparezcan; el adulto ha descubierto que son precisamente los problemas –el saber hacerles frente- lo que le ayuda en la vida a crecer y a madurar. Nos cuesta entender esto y por eso luchamos sin la ilusión, la esperanza y aún la alegría de quien sabe que su lucha vale para algo más que el simple quitarse de encima un problema. Superar un problema sólo para encararse con el siguiente es algo sin sentido, agotador, que lleva muchas veces al abandono.
Al creyente le puede pasar -y de hecho nos pasa- algo parecido. Y así, cuando nos encontramos con dificultades, los problemas y, en definitiva, el mal en cualquiera de sus formas pronto sentimos la tentación de lanzar la acusación: ¿dónde está Dios?, ¿es que acaso no me escucha Dios? Para muchos creyentes su fe en Dios es una póliza que les da derecho a no tener problemas; pero, claro, como la realidad no es así, vienen los problemas. La realidad es que para el creyente, más que para nadie, debe estar claro que los problemas son el camino que nos posibilita la cercanía a Dios.
El padre de Chardin supo describirlo con su finura y hondura características: «Dios, con tal que nos entreguemos a Él amorosamente, sin alejar de nosotros las muertes parciales (los problemas), ni la muerte final, que esencialmente forman parte de nuestra vida, las transfigura al integrarlas en un plano mejor. Y a esta transformación están no sólo admitidos nuestros males inevitables sino también nuestras faltas, incluso las más voluntarias, con tal de que las lloremos. Para quienes buscan a Dios, no todo es inmediatamente bueno, pero sí es susceptible todo de llegar a serlo»[1].[2].
Quizás uno de los motivos más importantes que explican por qué a veces al creyente le cuesta encontrarse con Dios es porque está demasiado acostumbrado a buscarlo allá arriba, donde brillan las estrellas, cuando en realidad debe buscarlo en la tierra, en la historia, entre los hombres, en los acontecimientos de cada día.
Y esta doble lección (que Dios está con el hombre en la historia, y que el mal es aquello que, por nuestra lucha contra él, nos ayuda a crecer y a madurar) es la que nos presenta la primera lectura de hoy.
Ver así la vida no es sólo cuestión de voluntad. Los que ayudamos a la gente en su camino espiritual con demasiada frecuencia les exigimos que se esfuercen, como si ser cristiano fuese sólo cuestión de fuerza de voluntad. Por supuesto que el esfuerzo y la voluntad son imprescindibles, pero como respuesta al don de Dios que es la fe, como respuesta a la acción de Dios en nosotros, que es el primero que actúa, el primero en amarnos. Quizás si los sacerdotes pusiésemos un poco más de empeño en que los creyentes nos abramos a la acción de Dios, las cosas serían de otra manera. Dios os ha elegido, parece gritar San Pablo en la lectura de hoy. Y esa elección es una verdad que olvidamos con demasiada frecuencia. Por supuesto que no se trata de alardear de esa elección, pero sí de estar agradecidos. Cuando uno se sabe y se siente amado hace todo lo posible por corresponder, con amor –gratitud y gestos- a la persona amada.
Nosotros, la mayoría de las veces, respondemos con obediencia por miedo. Entonces es que no nos sentimos amados por Dios. Y si esa es nuestra situación, tenemos que volver a empezar por el ABC de nuestra fe.
Quizás esta manera de vivir la fe es la que, a la hora de la verdad, nos crea tantos problemas y entonces terminamos por no saber qué es lo de Dios ni qué es lo del César, ni nada de nada. No sabemos poner las cosas en su sitio, no sabemos dar a las cosas su verdadero y justo valor.
Si nos sentimos amados por Dios, sentiremos también todo lo que eso significa. Que Dios nos ama significa que nos ama quien nos ha dado la vida, que nos ama quien todo lo puede, que nos ama el que nos va a rescatar de la muerte. No es un amor cualquiera. Quien se siente amado por Dios sabe que es un amor de otra clase, de otra categoría, de otra dimensión. Alguien dijo, y es verdad, que allí donde terminan los grandes amores humanos, empieza el amor de Dios; allí donde los hombres ya no somos capaces de amar más, allí está el mínimo (es una manera de hablar) del amor de Dios; allí donde los hombres llegamos exhaustos al límite de nuestras posibilidades de amar, allí empieza fresco, lozano y recién estrenado el amor de Dios. El «mínimo» del amor de Dios al hombre está muy por encima del «máximo» posible en nosotros.
Pero esto no hay que saberlo: hay que experimentarlo. Y, experimentándolo, es cuando empezamos a ver las cosas, la vida y los hombres de otra forma. Y entonces empezamos a entender quién es Dios y qué son los césares.
La frase tan aparentemente enigmática de Jesús, en el evangelio de hoy, no es sino una llamada a dar a Dios en nuestra vida el lugar que se merece, y a poner todo lo demás por debajo de él.
El emperador de la dinastía Qin, Quin Shi Huang, estaba más que convencido que no iba a morir nunca, y así lo creían sus súbditos… Hoy sabemos que murió.
En la edad Media estaban más que convencidos que la Tierra era plana, y sólo por afirmar lo contrario la Inquisición se ponía nerviosa y te quemaban. Los inquisidores también estaban más que convencidos de que Dios quería que hicieran esa labor, y de ese modo.
Muchos reyes y linajes escogidos, estaban más que convencidos de su origen sobrenatural, y eso les permitía actuar, sin crearse ningún problema, sin escrúpulos.
Los traficantes de esclavos estaban más que convencidos de la decencia y necesidad social de su comercio, y sus familiares y amigos también.
Los nazis estaban más que convencidos de la superioridad de la raza aria, y eso les daba derecho a eliminar otras razas inferiores, judíos, gitanos, homosexuales, para mejorar el mundo.
Mao estaba más que convencido que un intelectual era una mancha que había que purificar de la atmósfera moral, por esa razón los despreciaba, los humillaba, los condenaba. Mao, y los maoístas estaban más que convencidos de sus ideas.
Los talibanes están más que convencidos de que están cumpliendo los designios de Alá, el más grande. Hacen lo que hacen, actúan así, porque Él lo quiere así.
¿De qué estás tú más que convencido hoy y ahora?. Respecto a ti, ¿en qué estás más que convencido? En tus verdades, tus creencias, ¿en qué estás más que convencido? Después de miles de años aquí abajo, ¿de qué estás más que convencido?
No creas en quien te diga que va a liderar el cambio. No te creas al que te promete que él sí, que él nos salvará. Miente. El que afirme que está libre de contradicciones, te está engañando. No llames rey a nadie, no eres súbdito de nadie[3].
Ningún césar, ningún ídolo, ningún diosecillo puede ponerse a la altura del Dios Padre de Jesús; aunque nosotros, a veces, seamos lo suficientemente brutos como para cometer semejante disparate. Terminemos volviendo por un momento a la primera lectura: Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios... Yo soy el Señor y no hay otro. No lo olvidemos[4].[5]
[1] El medio divino, p. 82
[2] Pierre Teilhard de Chardin S.J. (1881-1955) fue un religioso, paleontólogo y filósofo francés que aportó una muy personal y original visión de la evolución. Miembro de la orden jesuita, su concepción de la evolución, considerada ortogenista y finalista, equidistante en la pugna entre la ortodoxia religiosa y científica, propició que fuese atacado por la una e ignorado por la otra. Suyos son los conceptos Noosfera (que toma prestado de Vernadsky) y Punto Omega.
[3] ¡Gracias, amigo Suso, por prestarme tu texto, gracias con todo mi corazón! Fader
[4] L. Gracieta, Dabar 1993, n. 51
[5] Cfr Is 45, 1.4-6
Ilustración, J. Bosco, El Jardín de las delicias (1485?), detalle del panel central, Museo Nacional del Prado (Madrid).
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