XXIX Domingo del Tiempo Odinario (C)

Afortunadamente son muchos los hombres y mujeres que se inician hoy de nuevo en el arte de la meditación y se esfuerzan por recuperar el silencio interior. Cada día hay más libros y estudios que invitan a descubrir caminos nuevos de contemplación y purificación interior. Es maravilloso ver todo este esfuerzo y hay que alentarlo decididamente entre los fieles, sin embargo la inmensa mayoría de los cristianos sencillos –escribo pensando en la gente de mi parroquia- no tienen un acceso real y efectivo a este tipo de oración cuidada, profunda y purificada. Por eso vale la pena detenerse hoy un momento y poner atención al Señor que nos pone el ejemplo de una mujer sencilla y en apuros que insiste en su petición hasta lograr con su terquedad lo que desea. Pareciera como si nos dijera: si permanecéis estrechamente unidos a Dios en la oración, no debéis desesperar en ninguna dificultad, pues no seréis abandonados por vuestro Padre.

Existe un tipo de oración digamos, común y corriente; la única que sabe hacer la gente sencilla en momentos de apuro; oración que quizá hemos despreciado demasiado en últimos años. Es una oración, acaso demasiado «interesada» y quizá hasta contaminada de cierta superstición. Una oración hecha de fórmulas repetidas con sencillez. Oración llena de distracciones, sin gran hondura ni pretensiones de contemplación. Es la oración que brota en los momentos de angustia, cuando uno está desbordado por el miedo, la depresión, la soledad o el desengaño. La oración en el fracaso matrimonial o el conflicto doloroso con los hijos. La oración ante la sala de operaciones o junto al moribundo. Hoy me pregunto –y te animo a que te lo preguntes tú- ¿No deberíamos mirar con más simpatía esta oración modesta, deslucida, poco sublime, que es la oración de los pobres, los angustiados, los ignorantes? La suya es una oración que nace desde la conciencia de la propia indignidad. Es la oración de los que no saben analizarse a sí mismos y por tanto viven en una agradable sencillez. Es la oración de los que no saben hablar ni consigo mismos ni con los demás si no es torpemente y con trabajo. Lo dice mucho mejor Juan Miguel Zunzunegui: «Es la oración de la mayoría en todas las religiones del mundo; la oración que desata la ternura de Dios y que es, en definitiva, suficiente para la inmensa mayoría de la humanidad».

Orar es también rezar el padrenuestro y el avemaría, alzar los brazos como Moisés o postrarse de rodillas; todo esto es oración, pero no es toda la oración, ni lo principal. Es ciertamente necesario, pero no es lo más necesario. Es necesario para que surja a nivel de conciencia clara y distinta lo que de una manera difusa y profunda hay que vivir constantemente. Es necesario para tomar conciencia de lo que somos: creyentes.

Ése es el punto de partida y también el de llegada: el creer un Dios creador y providente que llena de sentido la propia existencia. Viene a la memoria la historia de aquel viejo mercader que todos los días rezaba a su Dios. En una ocasión tuvo que salir a otra ciudad. Cuando tras una larga jornada en el desierto llegó a su destino, se dispuso a orar pero cuál sería su sorpresa al comprobar que había olvidado su libro de oraciones en casa. Como era un hombre con un sentido real y grande de la oración lamentó profundamente tamaño descuido, sin embargo se fiaba de su Dios por lo que decidió salir al patio de la pequeña posada donde pasaba la noche para hablar con Él. Tomó un papel y escribió en él todo el abecedario y, cuando hubo terminado, se dirigió a Dios diciéndole: “Señor, verás…soy muy tonto, tanto que se me olvidó en casa el libro de oraciones, y sin él… no sé qué decirte. Así que te ofrezco todas las letras del abecedario y, Tú, que lees en mi corazón, compón con ellas la oración que más te plazca”. Dice la historia que aquélla fue, de todas las oraciones elevadas por el mercader, la que más complació al Señor.

Este domingo el Señor establece una conexión entre su venida y la necesidad de orar sin desanimarse. Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Pregunta que nos inquieta y nos responsabiliza. Porque vemos en ella que la historia de la salvación no avanza progresivamente y sin riesgo al margen de nuestras decisiones personales ■

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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