Hemos venido preparándonos durante muchos días y finalmente celebramos este medio día la solemnidad de la Natividad del Señor[1].
Escuchamos hace un momento el comienzo del evangelio de San Juan, sin embargo quizá nuestro corazón está allá, lejos, pensando en la gente que no está con nosotros, o en ése regalo que tanto deseábamos y que no llegó o…¡tantas cosas!.
Hoy, que celebramos la Navidad, es un buen momento para guardar silencio y preguntarnos cuándo fue que empezamos a dejar de darle a la Navidad el sentido de misterio que debe tener, o en qué momento perdimos el sentido de lo sagrado. Más concretamente ¿cuándo entró el tedio, el aburrimiento y convertimos la maravilla de la Navidad en una reunión más o menos amigable en la que se come y se bebe muchas veces sin moderación? Decimos que somos creyentes, y decimos bien, pero ¿sabemos en qué creemos? ¿Sabemos qué celebramos éste día?
Cualquier persona tiene todo el derecho del mundo a creer o a dejar de creer, pero a lo que no tenemos derecho los que nos decimos creyentes es a que estos días nos pasen sobre el alma como pasa el agua sobre las piedras de los ríos: sin mojarnos interiormente.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios, dijimos hace un momento en el salmo[2], pero quizá lo decimos como quien dice dos y dos son cuatro: fríamente, mecánicamente.
Navidad –debemos comprenderlo- es la celebración de la venida de Dios; de un Dios distinto y un Hombre distinto: «Al servir y lavar los pies a su criatura, Dios se revela en lo más propio de su divinidad y nos da a conocer lo más hondo de su gloria», dice un padre de la Iglesia.
Navidad es la fiesta del Dios todo-enamorado, todo-débil, todo-entregado en manos de los hombres. La Navidad nos muestra que la verdadera grandeza de Dios no está tanto en haber creado el mundo, sino en su disponibilidad para renunciar a su grandeza por amor. Ese es el milagro de los milagros.
Prueba mucho más patente de su poder que la magnitud de sus milagros –dice san Gregorio de Niza- es el que Dios fuera capaz de descender hasta la condición de hombre.
Hoy vemos a un Dios que nace pobre y sencillo en Belén, y desde aquel día no es sólo que Dios esté con nosotros, es que está EN nosotros, es que ES nosotros, es decir, es uno de nosotros, por eso es llamado el Emmanuel[3].
Sería muy bueno que a lo largo de éstos días encontremos algún momento para recogernos en silencio y meditar éstas maravillosas verdades.
No celebremos éste día de una manera fría y superficial, o lo que es peor: no contagiemos a los demás un mal espíritu de Navidad.
Contemplemos la maravilla que supone el que todo un Dios –Maravilloso Consejero, Dios Todopoderoso, Padre Eterno, Príncipe de la Paz[4], se haya hecho un sencillo niño.
No reduzcamos el siempre-actual y maravilloso milagro de la Nochebuena a un asunto de comida, bebida y regalos.
Dios se hace hombre, y se hace para cada uno de nosotros ■
[1] Solemnidad de la Natividad del Señor. Diciembre 25 del 2009.
[2] Sal 98.
[3] Cfr Mt 1, 23; Is 7, 14; Lc 2, 7.
[4] 9, 6.
Escuchamos hace un momento el comienzo del evangelio de San Juan, sin embargo quizá nuestro corazón está allá, lejos, pensando en la gente que no está con nosotros, o en ése regalo que tanto deseábamos y que no llegó o…¡tantas cosas!.
Hoy, que celebramos la Navidad, es un buen momento para guardar silencio y preguntarnos cuándo fue que empezamos a dejar de darle a la Navidad el sentido de misterio que debe tener, o en qué momento perdimos el sentido de lo sagrado. Más concretamente ¿cuándo entró el tedio, el aburrimiento y convertimos la maravilla de la Navidad en una reunión más o menos amigable en la que se come y se bebe muchas veces sin moderación? Decimos que somos creyentes, y decimos bien, pero ¿sabemos en qué creemos? ¿Sabemos qué celebramos éste día?
Cualquier persona tiene todo el derecho del mundo a creer o a dejar de creer, pero a lo que no tenemos derecho los que nos decimos creyentes es a que estos días nos pasen sobre el alma como pasa el agua sobre las piedras de los ríos: sin mojarnos interiormente.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios, dijimos hace un momento en el salmo[2], pero quizá lo decimos como quien dice dos y dos son cuatro: fríamente, mecánicamente.
Navidad –debemos comprenderlo- es la celebración de la venida de Dios; de un Dios distinto y un Hombre distinto: «Al servir y lavar los pies a su criatura, Dios se revela en lo más propio de su divinidad y nos da a conocer lo más hondo de su gloria», dice un padre de la Iglesia.
Navidad es la fiesta del Dios todo-enamorado, todo-débil, todo-entregado en manos de los hombres. La Navidad nos muestra que la verdadera grandeza de Dios no está tanto en haber creado el mundo, sino en su disponibilidad para renunciar a su grandeza por amor. Ese es el milagro de los milagros.
Prueba mucho más patente de su poder que la magnitud de sus milagros –dice san Gregorio de Niza- es el que Dios fuera capaz de descender hasta la condición de hombre.
Hoy vemos a un Dios que nace pobre y sencillo en Belén, y desde aquel día no es sólo que Dios esté con nosotros, es que está EN nosotros, es que ES nosotros, es decir, es uno de nosotros, por eso es llamado el Emmanuel[3].
Sería muy bueno que a lo largo de éstos días encontremos algún momento para recogernos en silencio y meditar éstas maravillosas verdades.
No celebremos éste día de una manera fría y superficial, o lo que es peor: no contagiemos a los demás un mal espíritu de Navidad.
Contemplemos la maravilla que supone el que todo un Dios –Maravilloso Consejero, Dios Todopoderoso, Padre Eterno, Príncipe de la Paz[4], se haya hecho un sencillo niño.
No reduzcamos el siempre-actual y maravilloso milagro de la Nochebuena a un asunto de comida, bebida y regalos.
Dios se hace hombre, y se hace para cada uno de nosotros ■
[1] Solemnidad de la Natividad del Señor. Diciembre 25 del 2009.
[2] Sal 98.
[3] Cfr Mt 1, 23; Is 7, 14; Lc 2, 7.
[4] 9, 6.
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