Seguramente todos coincidimos en que hablar de la resurrección del Señor con palabras humanas, es como interpretar a Bach con las cuerdas de un peine: el resultado será siempre muy pobrecito. Aún así se hace necesario decir algo para la reflexión de éste domingo, el más importante del año, aquel del que toman su nombre los demás domingos del ciclo litúrgico.
Hay un aspecto –fundamental- en el que nos detenemos poco cuando reflexionamos o escribimos sobre la resurrección del Señor: lo que ésta tiene de salvación para el resto de la humanidad.
Posiblemente nos quedamos únicamente con la idea del mero hecho histórico; con el fresco y alegre domingo de Pascua; con la sensación de que ha terminado la Semana Santa y todo se vuelve más amable y más luminoso.
Y es que la resurrección de Cristo no termina en él. San Pablo lo dice con gran claridad, y presenta este triunfo como una primicia, puesto que por un hombre ha venido la resurrección de los muertos[1] y en Cristo serán llevados todos los hombres a esa Vida con mayúscula que él inauguró.
Y es que la resurrección de Jesús no termina en él. Jesús realiza en su resurrección la humanidad nueva. Eso es lo maravilloso. La realiza y la inicia. Porque sigue resucitando en cada hombre que, al incorporarse a esa resurrección, entra a formar parte de esa humanidad nueva que no vencerá a la muerte.
Por todo ello la resurrección de Jesús –ésta gran fiesta que hoy celebramos- es el centro vivo de nuestra fe. Porque ilumina y da sentido a toda la vida de Cristo. Porque salva y da sentido a todas las vidas de cuantos se incorporan a él. Hablar de su triunfo sobre la muerte es hablar de nuestra resurrección. Es dar la única respuesta válida y sensata al problema de la vida y de la muerte de los hombres.
Nada necesita tanto de nuestro mundo hoy como entender y hacer propia la resurrección de Jesús. Nada iluminará tanto nuestras vidas. Nada aquietará nuestros pobres y temblorosos corazones de hombres y mujeres temerosos ante la muerte.
Bonhoeffer, que sabía mucho de éstas cosas, lo dijo con un texto emocionante:
¿Pascua? Nos preocupamos más de morir que de la muerte. Concedemos mayor importancia a la manera de morir que al modo de vencer la muerte. Sócrates supo morir, Cristo venció a la muerte como “el último enemigo”. Saber morir no significa vencer a la muerte. Saber morir pertenece al campo de las posibilidades humanas, mientras que la victoria sobre la muerte tiene un nombre: resurrección. No será el ars amandi, sino la resurrección de Cristo lo que dará un nuevo viento que purifique el mundo actual. Aquí es donde se halla la respuesta al “dame un punto de apoyo y levantaré el mundo”. Si algunos hombres creyeran realmente esto y se dejaran guiar así en su actuación terrestre, muchas cosas cambiarían. Porque la Pascua significa vivir a partir de la resurrección. ¿No te parece que la mayor parte de los hombres ignoran de qué viven en el fondo?[2].
Es verdad: no será el arte de hacer el amor sino la resurrección lo que dará un nuevo viento que purifique al mundo. Porque el mundo no lo ha entendido aún, el mundo es triste. Y, lo que es más asombroso, por eso somos tristes los cristianos.
Esta es, sin duda, una de las grandes paradojas de nuestro tiempo: ¿Cómo es posible que los herederos del gozo de la resurrección no lo lleven en sus rostros, en sus ojos? ¿Cómo es que, cuando celebran sus eucaristías no salen de sus iglesias oleadas de alegría? ¿Cómo puede haber cristianos que dicen que se aburren de serlo? ¿Cómo hablan de que el evangelio no les sabe a nada, que orar se les hace pesado, que aluden a su Dios como hablando de un viejo exigente cuyos caprichos les abruman? ¿Por qué extraños vericuetos de la historia fueron perdiendo ese gozo que era lo mejor de su herencia? ¿Dónde quedó su vocación de testigos de la resurrección? ¿Cómo entender que miren con angustia a su mundo, convencidos de que es imposible que las cosas terminen bien? ¿Por qué un sacerdote no está loco de alegría de serlo?
Tal vez por que lo sabía, quiso el Señor dedicar cuarenta días a explicar a los suyos ese camino del gozo por el que tanto les costaba caminar. Y es que –entiéndase bien- no bastaba con resucitar. Había que meter la resurrección por los ojos y las manos de los suyos. Y tenía que hacerlo con la obstinación de un maestro que repite y repite la lección a un grupo de alumnos…poco aplicados. ¡Ah, cuánto nos cuesta a los humanos aprender qué es ser feliz! ¡Qué tercamente nos aferramos a nuestras tristezas! ¡Qué difícil nos resulta aprender que nuestro Dios es infinitamente mejor de lo que imaginamos!....
El tiempo pascual que hoy comenzamos es, como bien dice Martín Descalzo, la terquedad de Dios luchando con la torpeza de los hombres. Cuarenta días en los que Dios muestra su verdadero rostro –no porque tenga uno falso y otro no. Días en los que actúa como el poeta que era. Jesús tenía que sacar a los suyos del aturdimiento, de su desesperanza. Debía sumergirles, primero, en la inquietud y la interrogación.
Y a partir de aquellos días la relación empezaría a cambiar profundamente: todo estaba ya más claro. Los apóstoles entendieron, por fin, sin ninguna duda posible, que su Maestro no era sólo su jefe, un taumaturgo, un profeta mayor que los demás, el mismo Mesías, sino también Dios en persona: mi Señor y mi Dios, como dirá Tomás en algún momento. Esta revelación era tan enorme que les hacía falta algún tiempo para hacerla suya, y vivir con ella para siempre.
La Iglesia –que es madre y por lo tanto tiene una profunda sensibilidad y una manera aún más profunda de expresarla- ha recogido y condensado en el Regina Coeli, la alegría que siente ésta mañana de Pascua, mañana en la que toda cobra un especial sentido.
Alégrate Reina del cielo; aleluya,
porque el que mereciste llevar en tu seno; aleluya.
Ha resucitado, según predijo; aleluya.
Ruega por nosotros a Dios; aleluya,
gózate y alégrate, Virgen María; aleluya
porque ha resucitado Dios verdaderamente; aleluya[3].
[1] 1 Cor 15, 20-23.
[2] El texto es citado por J.L. Martín Descalzo en su Vida y Misterio de Jesús de Nazareth, de donde tomamos la mayor parte de las ideas para escribir nuestra reflexión.
[3] Mina: ésta homilía está especialmente dedicada a ti –y contigo a Miguel y a los niños- y a tu papá, que desde hace tiempo sabe más que nadie lo alegre que es el Domingo de Pascua.
Hay un aspecto –fundamental- en el que nos detenemos poco cuando reflexionamos o escribimos sobre la resurrección del Señor: lo que ésta tiene de salvación para el resto de la humanidad.
Posiblemente nos quedamos únicamente con la idea del mero hecho histórico; con el fresco y alegre domingo de Pascua; con la sensación de que ha terminado la Semana Santa y todo se vuelve más amable y más luminoso.
Y es que la resurrección de Cristo no termina en él. San Pablo lo dice con gran claridad, y presenta este triunfo como una primicia, puesto que por un hombre ha venido la resurrección de los muertos[1] y en Cristo serán llevados todos los hombres a esa Vida con mayúscula que él inauguró.
Y es que la resurrección de Jesús no termina en él. Jesús realiza en su resurrección la humanidad nueva. Eso es lo maravilloso. La realiza y la inicia. Porque sigue resucitando en cada hombre que, al incorporarse a esa resurrección, entra a formar parte de esa humanidad nueva que no vencerá a la muerte.
Por todo ello la resurrección de Jesús –ésta gran fiesta que hoy celebramos- es el centro vivo de nuestra fe. Porque ilumina y da sentido a toda la vida de Cristo. Porque salva y da sentido a todas las vidas de cuantos se incorporan a él. Hablar de su triunfo sobre la muerte es hablar de nuestra resurrección. Es dar la única respuesta válida y sensata al problema de la vida y de la muerte de los hombres.
Nada necesita tanto de nuestro mundo hoy como entender y hacer propia la resurrección de Jesús. Nada iluminará tanto nuestras vidas. Nada aquietará nuestros pobres y temblorosos corazones de hombres y mujeres temerosos ante la muerte.
Bonhoeffer, que sabía mucho de éstas cosas, lo dijo con un texto emocionante:
¿Pascua? Nos preocupamos más de morir que de la muerte. Concedemos mayor importancia a la manera de morir que al modo de vencer la muerte. Sócrates supo morir, Cristo venció a la muerte como “el último enemigo”. Saber morir no significa vencer a la muerte. Saber morir pertenece al campo de las posibilidades humanas, mientras que la victoria sobre la muerte tiene un nombre: resurrección. No será el ars amandi, sino la resurrección de Cristo lo que dará un nuevo viento que purifique el mundo actual. Aquí es donde se halla la respuesta al “dame un punto de apoyo y levantaré el mundo”. Si algunos hombres creyeran realmente esto y se dejaran guiar así en su actuación terrestre, muchas cosas cambiarían. Porque la Pascua significa vivir a partir de la resurrección. ¿No te parece que la mayor parte de los hombres ignoran de qué viven en el fondo?[2].
Es verdad: no será el arte de hacer el amor sino la resurrección lo que dará un nuevo viento que purifique al mundo. Porque el mundo no lo ha entendido aún, el mundo es triste. Y, lo que es más asombroso, por eso somos tristes los cristianos.
Esta es, sin duda, una de las grandes paradojas de nuestro tiempo: ¿Cómo es posible que los herederos del gozo de la resurrección no lo lleven en sus rostros, en sus ojos? ¿Cómo es que, cuando celebran sus eucaristías no salen de sus iglesias oleadas de alegría? ¿Cómo puede haber cristianos que dicen que se aburren de serlo? ¿Cómo hablan de que el evangelio no les sabe a nada, que orar se les hace pesado, que aluden a su Dios como hablando de un viejo exigente cuyos caprichos les abruman? ¿Por qué extraños vericuetos de la historia fueron perdiendo ese gozo que era lo mejor de su herencia? ¿Dónde quedó su vocación de testigos de la resurrección? ¿Cómo entender que miren con angustia a su mundo, convencidos de que es imposible que las cosas terminen bien? ¿Por qué un sacerdote no está loco de alegría de serlo?
Tal vez por que lo sabía, quiso el Señor dedicar cuarenta días a explicar a los suyos ese camino del gozo por el que tanto les costaba caminar. Y es que –entiéndase bien- no bastaba con resucitar. Había que meter la resurrección por los ojos y las manos de los suyos. Y tenía que hacerlo con la obstinación de un maestro que repite y repite la lección a un grupo de alumnos…poco aplicados. ¡Ah, cuánto nos cuesta a los humanos aprender qué es ser feliz! ¡Qué tercamente nos aferramos a nuestras tristezas! ¡Qué difícil nos resulta aprender que nuestro Dios es infinitamente mejor de lo que imaginamos!....
El tiempo pascual que hoy comenzamos es, como bien dice Martín Descalzo, la terquedad de Dios luchando con la torpeza de los hombres. Cuarenta días en los que Dios muestra su verdadero rostro –no porque tenga uno falso y otro no. Días en los que actúa como el poeta que era. Jesús tenía que sacar a los suyos del aturdimiento, de su desesperanza. Debía sumergirles, primero, en la inquietud y la interrogación.
Y a partir de aquellos días la relación empezaría a cambiar profundamente: todo estaba ya más claro. Los apóstoles entendieron, por fin, sin ninguna duda posible, que su Maestro no era sólo su jefe, un taumaturgo, un profeta mayor que los demás, el mismo Mesías, sino también Dios en persona: mi Señor y mi Dios, como dirá Tomás en algún momento. Esta revelación era tan enorme que les hacía falta algún tiempo para hacerla suya, y vivir con ella para siempre.
La Iglesia –que es madre y por lo tanto tiene una profunda sensibilidad y una manera aún más profunda de expresarla- ha recogido y condensado en el Regina Coeli, la alegría que siente ésta mañana de Pascua, mañana en la que toda cobra un especial sentido.
Alégrate Reina del cielo; aleluya,
porque el que mereciste llevar en tu seno; aleluya.
Ha resucitado, según predijo; aleluya.
Ruega por nosotros a Dios; aleluya,
gózate y alégrate, Virgen María; aleluya
porque ha resucitado Dios verdaderamente; aleluya[3].
[1] 1 Cor 15, 20-23.
[2] El texto es citado por J.L. Martín Descalzo en su Vida y Misterio de Jesús de Nazareth, de donde tomamos la mayor parte de las ideas para escribir nuestra reflexión.
[3] Mina: ésta homilía está especialmente dedicada a ti –y contigo a Miguel y a los niños- y a tu papá, que desde hace tiempo sabe más que nadie lo alegre que es el Domingo de Pascua.
Ilustración: El Greco, La Resurrección (1596-1600) óleo sobre tela, 275 x 127 cm, Museo del Prado (Madrid)
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