Vivimos –y quizá somos poco conscientes- en sociedades hedonistas que, entre otras cosas, invitan de manera constante a huir del dolor y del sacrificio y a buscar el placer y la comodidad[1]. Poco a poco el dolor ha ido perdiendo su sentido y significado incluso para los cristianos que hemos sido redimidos mediante y a través del dolor mismo.
Una de las prácticas que la Iglesia siempre ha recomendado es la consideración o meditación [la reflexión] de la pasión del Señor. Observando detenidamente los momentos previos y posteriores a la muerte del Señor es posible que el alma se sensibilice y se oriente hacia la aceptación serena del dolor en la propia vida, y a buscar un poco menos de comodidad y confort. Atención: ni la comodidad ni el confort son malos. El error está en hacerlos el centro de la propia vida, o el fin de todo. Allí radica el hedonismo[2].
Hace pocos años y envuelta en la polémica se estrenó La Pasión, película dirigida por Mel Gibson. Las viscerales reacciones que se produjeron no fueron, desde luego, por la utilización de la violencia, sino porque la Pasión de Jesús –viva y palpitante- ofende el hedonismo del mundo en que vivimos, un mundo que califica el sufrimiento de estéril y repudia la idea del sacrificio.
La lectura atenta y más o menos frecuente de la pasión del Señor es la reflexión del misterio de la redención, capaz de mostrar la realidad invisible que da sentido a lo visible; un canto a la misericordia de Dios que brota de la mirada permanente de Jesús, un canto a la fortaleza maternal de María, a través de cuyos ojos contemplamos a su Hijo.
Este domingo –el vigésimo sexto del tiempo ordinario- en la segunda de las lecturas, San Pablo se dirige a Timoteo con unas palabras llenas de fuerza y que son actualísimas para cada uno de nosotros: Lucha en el noble combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado[3].
A eso estamos llamados cada uno, cada una: a combatir, a luchar, llenos de esperanza la recompensa que Dios va a darnos.
Nuestro Dios no es un Dios injusto e irónico que goza viendo sufrir a sus criaturas como el espectador de un circo. Es un Dios, sí, que en su infinita sabiduría y providencia permite el sufrimiento, pero que no se goza con el dolor de sus hijos.
Buscar voluntariamente el dolor es enfermizo. Es una forma de locura. Un cristiano no puede buscar el dolor y tiene derecho a luchar contra él por medios lícitos. No queremos el dolor, pero si lo sufrimos podemos sacarle provecho. Podemos unirnos a Cristo con nuestro dolor. Padecer con Él nos une a su acción redentora. Es como si nos permitiera crucificarnos con Él[4].
En pocas palabras: el sentido del sufrimiento es verdaderamente sobrenatural y a la vez humano. Es sobrenatural, porque se arraiga en el misterio divino de la redención del mundo, y es también profundamente humano, porque en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su propia dignidad y su propia misión.
Intentemos acercanos al misterio del dolor con una actitud sencilla, con capacidad de asombro y con deseo de colaborar en la redención[5].
Una de las prácticas que la Iglesia siempre ha recomendado es la consideración o meditación [la reflexión] de la pasión del Señor. Observando detenidamente los momentos previos y posteriores a la muerte del Señor es posible que el alma se sensibilice y se oriente hacia la aceptación serena del dolor en la propia vida, y a buscar un poco menos de comodidad y confort. Atención: ni la comodidad ni el confort son malos. El error está en hacerlos el centro de la propia vida, o el fin de todo. Allí radica el hedonismo[2].
Hace pocos años y envuelta en la polémica se estrenó La Pasión, película dirigida por Mel Gibson. Las viscerales reacciones que se produjeron no fueron, desde luego, por la utilización de la violencia, sino porque la Pasión de Jesús –viva y palpitante- ofende el hedonismo del mundo en que vivimos, un mundo que califica el sufrimiento de estéril y repudia la idea del sacrificio.
La lectura atenta y más o menos frecuente de la pasión del Señor es la reflexión del misterio de la redención, capaz de mostrar la realidad invisible que da sentido a lo visible; un canto a la misericordia de Dios que brota de la mirada permanente de Jesús, un canto a la fortaleza maternal de María, a través de cuyos ojos contemplamos a su Hijo.
Este domingo –el vigésimo sexto del tiempo ordinario- en la segunda de las lecturas, San Pablo se dirige a Timoteo con unas palabras llenas de fuerza y que son actualísimas para cada uno de nosotros: Lucha en el noble combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado[3].
A eso estamos llamados cada uno, cada una: a combatir, a luchar, llenos de esperanza la recompensa que Dios va a darnos.
Nuestro Dios no es un Dios injusto e irónico que goza viendo sufrir a sus criaturas como el espectador de un circo. Es un Dios, sí, que en su infinita sabiduría y providencia permite el sufrimiento, pero que no se goza con el dolor de sus hijos.
Buscar voluntariamente el dolor es enfermizo. Es una forma de locura. Un cristiano no puede buscar el dolor y tiene derecho a luchar contra él por medios lícitos. No queremos el dolor, pero si lo sufrimos podemos sacarle provecho. Podemos unirnos a Cristo con nuestro dolor. Padecer con Él nos une a su acción redentora. Es como si nos permitiera crucificarnos con Él[4].
En pocas palabras: el sentido del sufrimiento es verdaderamente sobrenatural y a la vez humano. Es sobrenatural, porque se arraiga en el misterio divino de la redención del mundo, y es también profundamente humano, porque en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su propia dignidad y su propia misión.
Intentemos acercanos al misterio del dolor con una actitud sencilla, con capacidad de asombro y con deseo de colaborar en la redención[5].
[1] Homilía pronunciada el 26.IX.2007, XXVI domingo del tiempo ordinario, en la parroquia de St. Matthew, en San Antonio (Texas).
[2] El Hedonismo es la doctrina filosófica basada en la búsqueda del placer y la supresión del dolor como objetivo o razón de ser de la vida. Esta doctrina posee influencias externas como son los cirenaicos y los epicúreos.
[3] Cfr 6, 11-16.
[4] Cfr Col 1, 24.
[5] «Es verdad, siempre resulta problemático que uno que tiene buena salud o está en buena condición trate de consolar a otro que está afectado por un gran mal, sea enfermedad, sea pérdida de amor. Ante estos males, que conocemos todos, casi inevitablemente todo parece sólo retórico y patético. Pero yo diría que, si estas personas pueden percibir que nosotros tenemos com-pasión, que somos com-pacientes, que queremos llevar juntamente con ellos la cruz en comunión con Cristo, sobre todo orando con ellos, asistiéndolos con un silencio lleno de simpatía, de amor, ayudándoles en la medida de nuestras posibilidades, podemos resultar creíbles. Debemos aceptar que, tal vez en un primer momento, nuestras palabras parezcan sólo palabras. Pero si vivimos realmente con este espíritu del seguimiento de Jesús, también encontraremos la manera de estar cerca de ellos con nuestra simpatía. Simpatía etimológicamente quiere decir com-pasión por el hombre, ayudándolo, orando, creando así la confianza en que la bondad del Señor existe incluso en el valle más oscuro. Así podemos abrirles el corazón para el Evangelio de Cristo mismo, que es el verdadero Consolador; abrirles el corazón para el Espíritu Santo, llamado el otro Consolador, el otro Paráclito, que asiste, que está presente» (S. S. Benedicto XVI a un seminarista que le pregunta como servir a los que sufren 17 Feb, 2007)
ilustración:
El Greco El Expolio (1577-79) óleo sobre tela, 285 x 173 cm Sacristía de la Catedral, Toledo.
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